En el siglo XII de la era cristiana, Federico II Hohenstaufen, ostentaba el título de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Este excéntrico personaje, de vastos conocimientos y curiosidad sin límites, hablaba nueve idiomas y era versado en filosofía, astronomía, matemáticas, medicina y ciencias naturales. Sus contemporáneos lo conocían por el apodo de «stupor mundi», dado que su afán por experimentarlo todo, dejaba al mundo pasmado.
Se cuenta que en una ocasión encerró a un hombre en una vasija hermética hasta dejarlo morir para comprobar si en ese medio, el alma podía abandonar el cuerpo. Aparentemente logró comprobar que sí podía.
De entre sus curiosos experimentos, me interesa aquí, destacar uno.
Federico, estaba intrigado por saber, si existía para la humanidad, una lengua adánica preexistente a todo contacto cultural. Intuyó que, si un ser humano se criaba sin ningún contacto con un semejante, finalmente surgiría en él la lengua originaria, que, según su hipótesis, era el hebreo.
De este modo, dispuso que se tomara a treinta bebes recién nacidos, se los alojara en una sala aséptica, y se les brindara la mejor alimentación y cuidados que su época podía suministrar, la condición del experimento exigía que nadie les dirigiera la palabra, ni les manifestara la más mínima expresión emocional.
El resultado fue contundente: a las pocas semanas todos los bebes estaban muertos.
Varios siglos después que Federico dejara en paz a los infantes de su imperio, el psicoanalista de origen austriaco, y formación freudiana, René Spitz, realiza en los Estados Unidos importantes observaciones sobre niños expósitos.
Los resultados de las mismas –que cambiaron para siempre el modo de proporcionar cuidados hospitalarios a los niños- le permiten describir el síndrome de la depresión anaclítica y el hospitalismo. Los bebés recién nacidos, que carecían de contacto humano, aunque estuvieran perfectamente higienizados y alimentados, sufrían un progresivo retraso en sus funciones vitales, tornándose irreversible si el tiempo se prolongaba y desembocando irremediablemente en la muerte.
Las experiencias de Federico II y de René Spitz, nos permiten preguntarnos, ¿cuáles son las condiciones de posibilidad de la vida humana?, puesto que pareciera que no es suficiente ofrecer las condiciones naturales de nutrición y no agresión externa. Si se la deja librada a su devenir, ésta no prospera.
Está, por decirlo así, desnaturalizada, precisa de la palabra y los cuidados deseantes del otro tanto o más que de los nutrientes.
Estos dos ejemplos nos permiten deducir que la vida humana difiere radicalmente de las otras formas de vida animal. Su posibilidad de existencia está dada no solo por la unión de los gametos y sus sucesivas divisiones celulares, sino que requiere de un marco simbólico deseante, que excede por mucho el campo de la biología.
Esto es lo que los psicoanalistas llamamos deseo materno, una función, que, de no estar presente, torna imposible alojar al cachorro en el campo de lo humano. Sabemos bien, las graves consecuencias que acarrean una falla a nivel de la constitución del deseo materno. Su ausencia es sencillamente incompatible con la vida humana.
Desde esta perspectiva un hijo humano, encuentra su lugar solo cuando es alojado por el deseo materno, y esto es algo que no coincide con el momento de la concepción, ni siquiera con el del alumbramiento.
¿Quiénes somos, para poder decirle a una mujer cuándo ser madre, cuánto lo debe desear, y qué hacer con su cuerpo?
Si, como sociedad, no renunciamos a esta pretensión de dominación, las seguiremos condenando a la cárcel o la muerte.
Hace poco me expresé en este mismo medio respecto del poco apego que tengo a las verdades evidentes y las obviedades, pero en esta ocasión no puedo dejar de nombrar algunas:
Desde luego, que el aborto es una tragedia, claro que nadie quiere llegar a él, por supuesto que es preferible que no se produzcan embarazos no deseados…
Pero mientras ese mundo ideal no advenga:
“Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir”