Tal vez no haya mayor enigma que el enamoramiento, que el encuentro amoroso al punto tal que casi no existe ciencia humana que no haya intentado un abordaje para descubrir sus claves y abrir así ese cofre misterioso que convive con nosotros desde hace milenios.
Durante siglos -al menos en la cultura griego occidental judeo cristiana- se pensó que este encontrarse tenía como causa el pensamiento y como motivo el azar. Aristóteles sostenía que que el encuentro amoroso era un encuentro con la fortuna al azar y bautizó tyche a esta feliz coincidencia.
Pasaron muchos siglos hasta que en Viena un médico de ideas novedosas y pésimo hipnotizador llamado Sigmund Freud rompe la díada entre amor y azar para postular que todo “encuentro en realidad es un reencuentro”. Freud nos viene a decir que lo azaroso no sería al azar, sino que agrega un componente de repetición y otro de inconsciente.
Menos de cien años después y en la París de posguerra Jacques Lacan avanzará aún más. Lacan postulará que en el encuentro amoroso lo que es visto como un encuentro al azar no es otra que un encuentro con lo real, un encuentro que se da a nivel inconsciente y que implica una elección del sujeto. Es decir que para el francés hay elección, pero no en los términos del tyche de Aristóteles sino desde el inconsciente de Freud. Es decir, no es sólo cuestión de pensamiento o repetición sino de deseo: el encuentro con el otro se juega en términos de deseo.
En el amor se trataría, entonces, de transformar el azar en destino pues en ese encuentro no hay espacio para la casualidad afortunada sino para la causalidad inconsciente.
Obviamente todo encuentro entre dos sujetos es accidental, pero cuando interviene el factor amoroso éste lo convierte en un accidente que pasa a ser causa del ser.
En la Física, Aristóteles trabajará dos conceptos: tyche (la fortuna) y automaton (azar) a las que define como causas adicionales de todo lo que ocurre y que se parecen entre sí en tanto refieren a aquello que sucede “no siempre ni en la mayoría de los casos”, como sería encontrar al sujeto amado.
La tyche, para el tutor de Alejandro, se produce por una causalidad intencional; pues no es otra cosa que una elección del pensamiento y como tal conlleva un fin independientemente de que éste pueda ser captado por la inteligencia. De allí que los objetos, niños, o animales no puedan acceder al tyche al no tener capacidad de elección.
Por su parte, el automaton: “cuando las cosas suceden sin miras al resultado y su causa final está al margen de éste, decimos que ese resultado es un efecto del azar”, es decir que se caracteriza por la ausencia de fines, es lo que se da por accidente y al margen de conciencia e intención más allá de la intencionalidad aparente.
“Me pasa algo”, “tiene ‘algo’ que no puedo definir”, “hice un clic”, solemos escuchar del sorprendido nuevo amador en quien impera, por lo general, la sorpresa. En ese marco, el tyche será para el psicoanálisis un encuentro con lo real que excede el azar: será un ‘accidente’ causal inconsciente y que involucra al deseo. El ‘accidente’, entonces, será un emergente de lo real y de allí -propondrá Lacan- que se produzca una elección subjetiva o inconsciente que excede y supera esa aristotélica elección pensante a la que pondrá por fuera de la esfera de la libertad de elegir. Es decir, no elegimos con libertad a quien amaremos, en esa elección se nos impondrán elementos del inconsciente y del deseo a pesar de lo cual no se eximirá al sujeto de la responsabilidad de su elección en la que, además, habrá algo de tyche, de fortuna elegida, pero nada (y nada es nada) del azaroso automaton.
En el encuentro acciona algo de lo real que es representado por el accidente. Si bien todo encuentro es accidental cuando éste acontece, cuando opera el tyche se debe nada más -y nada menos- a que se pone en juego algún segmento del deseo del sujeto se juega ahí, y eso no es otra cosa que un reclamo inconsciente de reconocimiento.
Podemos concluir, entonces, que en el amor hay algo de fortuna. Pero no será al azar sino con apariencia de azar. En el encuentro hay reencuentro y si bien en un encuentro es un accidente fenomenológico, hijo del azar, el reencuentro no lo es. Sí hay azar, pero hay más y allí es donde juega el deseo: hay un azar que abre puertas al deseo.
Y será en ese reencuentro que se producirá una identificación selectiva que hará que nos conmuevan unas personas e ignoremos a otras. Será un reconocimiento envuelto en un enigma respecto del otro, reconoceremos algo de nosotros que no dijimos o, incluso, no sólo ignorábamos por completo sino que siquiera sospechábamos.
Sí, la fortuna opera, el azar tiene un rol, pero el factor indispensable es el deseo que es quien hace que ese encuentro no sea el encuentro de dos personas sino de dos inconscientes que, sin saberlo, se andaban buscando. Y si logran sostener ese encuentro a pesar de todos sus desconocimientos e ignorancias será -creo, espero- porque están atravesados por el amor.
Porque, tal como ilustra la imagen Psykhé y Eros, se han fundido a pesar del frío mármol.