Río de Janeiro, 9 de diciembre de 1977, un día antes de cumplir los 57, una mujer internada en fase terminal de un cáncer de ovarios, grita a su enfermera: “¡Se muere mi personaje!”.
Las matrices rigen el destino vital de esta mujer hija de Mania, una judía ucraniana que había contraído sífilis tras haber sido violada en la Primera Guerra Mundial. La leyenda contaba que un embarazo podría salvarla del espanto sifilítico por lo que Pinkhas, su marido, la preñó oportuna y profilácticamente.
De esa necesidad nació Chaya Pinkhasovna Lispector, la tercera hija del matrimonio. Chaya abrió sus ojos el 10 de diciembre de 1920, en Chetchelnik y su llegada fue un oasis de paz y esperanzas de sanación entre pogromos como el que mató a su abuelo, guerras y violaciones. Duró poco: al año llegó el exilio primero a Moldavia, luego a Rumania y, finalmente, Maceió en Alagoas, Brasil.
Allí, Pinkhas, Mania y Chaya pasaron a ser Pedro, Marieta y Clarice, la niña que explicaba: “No escribo para agradar a nadie” cada vez que le recriminaban porque se empeñaba en destilar “sensaciones” en vez de dedicarse a contar cuentos.
Clarice apenas tenía diez años cuando la sífilis, finalmente, se cobró la vida de su madre. Chaya no había cumplido con su misión.
Ya en Río de Janeiro, ingresa a la Facultad de Derecho, un reducto elitista sin judíos y con sólo tres mujeres. Alta, espigada, exótica y culta era la encarnación de la Ruta de la Seda hecha hembra en el trópico. A los 19 escribe ‘Cerca del corazón salvaje’ que publicará a los 21 cuando ya llevaba un año como huérfana.
A los 23, en medio de un escandalete de aldea, se casa con Maury Gurgel Valente, un diplomático católico, dejó el periodismo y comenzó a viajar y a mutar: de enfermera voluntaria de los soldados brasileños heridos en Italia, a señora bien en París y Londres y, de paso, publicó ‘El lustre’ y tuvo a su primogénito en Berna.
Era la plácida monotonía que convive con la angustia que genera saber que la vida ya está resuelta. Esa languidez que se forma de celebrados eventos anuales que Clarice enhebró y desgranó como cuentas de un amable rosario de hitos.
Aburrida y cercana a la depresión, pero con tiempo y recursos, escribió sobre vida cotidiana en un lenguaje novedoso y extraño donde el sentir ocupaba el lugar del hecho. Clarice escribía en un marco casi talmúdico, más propio de un judaísmo jasídico heredado de los esenios, que de una liberal pero recoleta esposa diplomática.
Así llegan ‘La ciudad sitiada’, ‘Algunos cuentos’, el nacimiento de su segundo hijo en Estados Unidos y su consagración canónica: ‘Cerca del corazón salvaje’ es traducido al francés con arte de tapa de Henri Matisse.
Divorcio y regreso al periodismo en su añorado Janeiro, publica Lazos de familia, ‘La manzana en la oscuridad’ y su obra maestra: ‘La pasión según G.H.’ donde cuenta qué le pasa a una mujer que se encuentra una cucaracha que desencadenará una tormenta de sensaciones vitales.
Lejana, acorazada, inasible y misteriosa su imagen fue enigma primero y mito después. Un mito ardiente que se hizo llama cuando tras dormirse con un cigarrillo encendido generó un incendio que abrasó su piel y la llevó a pasar meses en un hospital en el que a duras penas la salvaron de la mutilación de su mano derecha, ésa que usaba para escribir.
Manca cervantina, llagado mapa cicatrices cayó en una depresión casi permanente a la que aliviaba publicando obras infantiles y girando por Brasil dando conferencias. Empiezan los 70 y publica su obra final: la diminuta y breve ‘La hora de la estrella’, escrita al dorso de cheques y marquillas de fasos. Mínima, cuenta la historia de una cría que del nordeste yermo emigra al vergel carioca.
El cáncer de ovarios se la lleva. Un 11 de diciembre la sepultan bajo los cánones de la ortodoxia judía, su cuerpo lavado ritualmente y envuelta en lino blanco es sepultado bajo una lápida de piedra elemental que nos informa que custodia a Chaya Bat Pinkhas, “la hija de Pinkhas”, en hebreo.
Nació en yddisch, creció en portugués, vivió en inglés y francés y fue sepultada en hebreo, demasiados idiomas para una mujer que supo presentarse como “una rusa de 21 años y que está en Brasil hace veintiún años menos unos meses. Que no conoce una sola palabra de ruso y que piensa, habla y escribe y vive en portugués, haciendo de su lengua una profesión y apoyándose en ella para todos sus proyectos futuros, próximos o lejanos. (…) Que desea casarse con un brasileño y tener hijos brasileños. Que, si fuese obligada a volver a Rusia, allá se sentiría irremediablemente extranjera, sin amigos, sin profesión y sin esperanza.”