13 de agosto de 1827
Manuel Dorrego, nacido como Manuel Críspulo Bernabé do Rego, asume por segunda vez el cargo de Gobernador de Buenos Aires y Capitán General de la provincia, en ejercicio de las relaciones exteriores de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Manuel Dorrego nació el 11 de junio de 1787 en Buenos Aires. Fue el menor de los cinco hijos del comerciante portugués José Antonio do Rego y de la criolla María de la Ascensión Salas, quienes, preocupados por darle una educación esmerada, lo enviaron en 1803 al Real Colegio de San Carlos y, posteriormente, a principios de 1810, a la Real Universidad de San Felipe, en Santiago de Chile, para que estudie Derecho y Jurisprudencia.
En 1810, mientras estudiaba en Santiago fue testigo del proceso de destitución del gobernador García Carrasco tras lo cual cambió la abogacía por el ejército donde con el grado de capitán participó en la represión de la reacción realista de Tomás de Figueroa.
Posteriormente, la Junta de Gobierno en Chile, encabezada por Juan Martínez de Rozas, y en respuesta a un pedido de su par de Buenos Aires, le encargó atravesar la cordillera de Los Andes para conducir a alrededor de 1000 voluntarios trasandinos destinados a reforzar las tropas que buscaban consolidar el poder de la junta porteña en las provincias del Plata.
Tras cumplir con éxito la misión, el presidente del primer gobierno patrio, coronel Cornelio Saavedra, lo sumó como aventurero, es decir, sin sueldo, al Ejército del Norte. Con el grado de mayor, partió al Alto Perú llevando tropas de refuerzo para tratar de paliar el desastre de Huaqui. Producida la revolución de septiembre de 1811, Dorrego quedó a las órdenes de Juan Martín de Pueyrredón, integrando las avanzadas que, al mando de Díaz Vélez, iban en ayuda de los sublevados de Cochabamba.
En esa misión fue herido de bala en la batalla de Amiraya, lo que le valió el ascenso a teniente coronel y, también, tuvo una acción destacada en los combates de Sansana y Nazareno. A causa de esa herida quedó con la cabeza inclinada hacia un hombro.
Nace el ‘Loco’
Con Manuel Belgrano como nuevo jefe del Ejército del Norte, Dorrego fue ascendido a coronel, un grado que mantendría hasta el fin de sus días pues rechazó toda promoción que no estuviera basada en méritos de guerra.
Bajo el comando de Belgrano participó como jefe de la infantería de reserva en las batallas de Tucumán -el 24 de septiembre de 1812- y Salta -20 de febrero de 1813-, considerado por su jefe como capaz y valiente en el campo de combate, fuera de él era conocido por su carácter indisciplinado, bromista, impulsivo y temperamental, lo que le valió ser arrestado y quedar relegado en la siguiente expedición a las provincias arribeñas, una decisión que, posteriormente, Belgrano lamentó pues estaba convencido que, de haber contado con Dorrego, no habría sido batido en Vilcapugio y Ayohúma.
Con el ejército en retirada, Dorrego fue elegido para retardar el avance realista y permitir el retroceso de las tropas patriotas para lo cual fue puesto al mando de partidas con las que desarrolló una guerra de recursos a los invasores: comenzaba la Guerra gaucha.
Belgrano emprende la retirada hacia el sur, a mediados de noviembre de 1813 dirigiéndose a Potosí, primero, para luego retroceder hasta Jujuy a donde llega a fines de diciembre. Tras de él, el realista Joaquín Pezuela con cinco mil veteranos bien pertrechados y mejor alimentados listos para caer sobre Salta y Tucumán.
Entre Belgrano y Pezuela, Dorrego y sus gauchos cuidando a los escasos dos mil hombres que quedan del ejército de la patria. Dorrego entre los cerros y pampas, Dorrego y la guerra de recursos, Dorrego ganándole tiempo a Belgrano para que logre llegar a la seguridad de Tucumán donde esperan San Martín y los refuerzos.
20 de enero, mientras Belgrano abraza a San Martín en Yatasto, Dorrego enfrenta a Ramírez Orozco que avanza hacia Jujuy, primero, y a Saturnino Castro que busca llegar a Salta, después. Dorrego maniobra entre dos ejércitos que lo buscan y no lo encuentran aunque él no deja de picarlos y, además, se da el gusto de batir a la caballería realista en las lomas de San Lorenzo.
Pese al éxito de su misión, el nuevo titular del batido ejército, el general José de San Martín, quien en algún momento lo había considerado para nombrarlo como segundo jefe, desiste de esa iniciativa y le escribe al Director Supremo, Gervasio Posadas, que Dorrego “podía ser útil en cualquier otro destino”, y lo manda a esperar en Santiago del Estero.
Gregorio Aráoz de Lamadrid explicará en sus memorias que el Libertador había convocado a los oficiales para “uniformar la voz de mando”, tarea que en primer término le tocó a Belgrano. Dorrego, que habló en segundo término, lo hizo imitando la voz finita del creador de la bandera lo que provocó la risa del resto ante lo cual San Martín, golpeando la mesa, sentenció: “Señor comandante, hemos venido aquí a uniformar las voces de mando, y no a reír”, un evento que, contará el general José María Paz, “motivó su separación del ejército y la expulsión de la provincia en el término de dos horas”, por el cual no participó de la tercera campaña al Alto Perú que culminó con el desastre de Sipe-Sipe.
De regreso en Buenos Aires, en mayo de 1814, el nuevo Director Supremo de las Provincias Unidas, Gervasio Antonio de Posadas, lo destinó a la Banda Oriental, para luchar contra el Protector de los pueblos libres, José Gervasio Artigas. Allí derrotó al artiguista Fernando Otorgués en la batalla de Marmarajá, el 14 de octubre de 1814, pero luego fue derrotado por el entonces lugarteniente de Otorgués, Fructuoso Rivera, en la batalla de Guayabos, el 10 de enero de 1815, lo que motivó que la Banda Oriental cayera bajo el completo control de los federales artiguistas.
Derrotado, regresó a Buenos Aires donde se casó con Ángela Baudrix, con quien tendría sus dos hijas, Isabel y Angelita, nacidas en 1818 y 1821.
Su retorno a la capital lo acercó al conflicto que dividía a los sectores revolucionarios entre federalistas y directoriales o centralistas. Con ciertas ambigüedades y conocedor del interior, Dorrego fue tomando partido por los republicanos partidarios de las autonomías provinciales con quienes iría consolidando un núcleo opositor a los monárquicos del directorio. En ese grupo protofederal figuraban Pedro José Agrelo, Feliciano Chiclana, Domingo French, Manuel Moreno y Manuel Vicente Pagola, entre otros, quienes, además se oponían a la política del nuevo Director, Juan Martín de Pueyrredón, de acercarse a Portugal para desalojar en conjunto a los federales de la Banda Oriental.
En ese contexto Pueyrredón y Dorrego se entrevistaron pues el Supremo sospechaba que su interlocutor conspiraba por lo cual quería enviarlo al ejército de los Andes a lo que el coronel se niega: “Yo no aceptaré, señor, tanto favor”, ironiza don Manuel, a lo que el director responde: “tiene también deber de recordar de que habla con un hombre que ha sido su jefe al frente de los enemigos”.
“No recuerdo en cual campo de batalla habrá sido eso, señor director. Mis charreteras no son sino las de un coronel; pero no las he ganado convoyando cargas, sino grado a grado en acciones de guerra en que no recuerdo haber tenido jamás el honor de ver a Vuestra Excelencia”, ironizó.
Concluida la reunión, el 15 de noviembre de 1816, el director ordenó su arresto y posterior destierro. Embarcado en un buque bajo bandera británica, recién al tercer día y en alta mar fue avisado que se dirigían hacia la colonia española de Santo Domingo donde le aguardaba un destino de segura prisión. Sin embargo, antes de llegar a la isla, el capitán y la tripulación del buque decidieron que la piratería era una profesión más lucrativa y se dedicaron a atacar buques mercantes hasta que fueron capturados y encarcelados -Dorrego entre ellos- quien, finalmente, pudo explicar su situación y fue liberado para llegar al puerto estadounidense de Baltimore donde se reunió con otros federales extrañados desde Buenos Aires por orden de Pueyrredón.
Fue en esa ciudad donde Dorrego conoció el federalismo en acción, se formó políticamente, entabló relaciones políticas y editó un periódico en castellano desde donde puso de relieve su posición republicana y federal.
Federalismo y liberación
Al recibir la noticia de la caída del Directorio, regresó a Buenos Aires en abril de 1820, en medio de la llamada Anarquía del año XX. Recibido por los federales, fue rehabilitado como coronel y le otorgaron el mando de un batallón.
Tras la derrota de las tropas porteñas al mando del entonces gobernador de Buenos Aires, Miguel Estanislao Soler, cayó en la batalla de Cañada de la cruz ante las tropas santafesinas de Estanislao López, Dorrego fue designado el 29 de junio como “gobernador interino”, y al mando de las tropas de la capital salió a enfrentar a López y sus aliados, José Miguel Carrera y Carlos María de Alvear, a quienes derrotó en San Nicolás de los Arroyos, primero y en Pavón, después, para ser, luego, destrozado en la batalla de Gamonal.
Mientras Dorrego se batía en campaña, la Sala de Representantes decidió que era necesario nombrar un nuevo gobernador titular. Así las cosas, el 20 de septiembre la legislatura decidió a elegir al general Martín Rodríguez en vez de a Dorrego. Enterado del resultado de la elección, el coronel acató el resultado y se retiró a su quinta en San Isidro donde lo sorprendió la noticia de la fallida revolución de su antiguo aliado. Manuel Pagola. Pese a que no participó de la asonada, fue deportado a la Banda Oriental hasta que gracias a la Ley del olvido sancionada en noviembre de 1821, pudo regresar a Buenos Aires junto con otros exiliados como Alvear, Manuel de Sarratea y Soler.
En ese tiempo, colaboró para desbaratar la Revolución de los apostólicos llevada adelante por los opositores al ministro Bernardino Rivadavia y en defensa de los bienes de la Iglesia católica expropiados por el gobierno de Martín Rodríguez. Dorrego capturó a su cabecilla, Gregorio García de Tagle, a quien ayudó a escapar. Tagle no era otro que el ministro que junto a Pueyrredón lo había condenado al destierro en 1816.
Ya dedicado de lleno a la política, en octubre de 1823 se incorporó a la legislatura provincial desde donde encabezará la oposición federal al gobierno de Martín Rodríguez y su ministro Bernardino Rivadavia. Los gauchos del campo, la gente pobre de los barrios porteños y los hacendados de la campaña serán la base de sustentación del federalismo bonaerense cuyas ideas se divulgarán por medio del periódico El Argentino, propiedad de su hermano Luis, quien, a su vez, tenía algunos negocios en común con Juan Manuel de Rosas, hombre fuerte de la campaña.
Desde las páginas El Argentino y la legislatura, los hermanos Dorrego hicieron una fuerte campaña en pos de declarar la guerra al Imperio del Brasil para liberar la Banda Oriental y, en ese sentido, apoyaron la campaña libertadora de los Treinta y Tres Orientales que reintegró a Montevideo al seno de las Provincias Unidas.
Bloqueada su reelección como representante, intentó negocios en la minería por lo cual viajó al Alto Perú; donde fue testigo de las entrevistas entre Simón Bolívar, por un lado, y los representantes argentinos, el general Carlos María de Alvear y José Miguel Díaz Vélez, que culminaron con el efímero reintegro de Tarija a las Provincias Unidas.
Allí, adhirió con entusiasmo al plan de Bolívar de creación de una federación americana, y solicitó su ayuda para expulsar a los portugueses de la Banda Oriental. Al regreso del Alto Perú, se encontró con el gobernador santiagueño, Juan Felipe Ibarra, quien lo relaciona con los federales del interior y lo hizo elegir diputado por su provincia al Congreso Nacional de 1824 donde se opuso al centralismo del presidente Rivadavia, y su política de fortalecer el Ejecutivo mediante la nacionalización de la aduana y el puerto porteño y la federalización de la ciudad de Buenos Aires.
El periódico El Tribuno fue la plataforma desde la que ganó prestigio en las provincias y logró la adhesión de los hacendados de la campaña que se oponían a la pretensión de Rivadavia de dividir la provincia en tres.
A la hora de discutir el proyecto de constitución de 1826 que limitaba el derecho al voto a las minorías pudientes defendió a los “criados a sueldo, peones jornaleros y soldados de línea”,preguntándose: “¿Es posible esto en un país republicano? ¿Es posible que los asalariados sean buenos para lo que es penoso y odioso en la sociedad, pero que no puedan tomar parte en las elecciones?… Yo no concibo cómo pueda tener parte en la sociedad, ni como pueda considerarse miembro de ella a un hombre que, ni en la organización del gobierno ni en las leyes, tiene una intervención…”
“Forja una aristocracia, la más terrible porque es la aristocracia del dinero. Échese la vista sobre nuestro país pobre, véase qué proporción hay entre domésticos asalariados y jornaleros y las demás clases del Estado (…). Entonces sí que sería fácil influir en las elecciones, porque no es fácil influir en la generalidad de la masa, pero sí en una corta porción de capitalistas; y en ese caso, hablemos claro, el que formaría la elección sería el Banco, porque apenas hay comerciantes que no tengan giro con el Banco, y entonces sería el Banco el que ganaría las elecciones, porque él tiene relación en todas las provincias”, Dorrego se revelaba como un orador demoledor.
Tras la decisión de la Banda Oriental de reincorporarse a las Provincias Unidas del Río de la Plata, el Imperio del Brasil declaró la guerra y pese a los triunfos en mar y tierra de las tropas argentinas fogueadas en las guerras de la independencia no lograron ni rendir Montevideo ni levantar el bloqueo al río de la Plata.
En el plano interno, el presidente Rivadavia estaba vaciado de autoridad y el tesoro nacional sólo acumulaba deudas y quebrantos. En ese contexto, Rivadavia envió una misión de paz al Janeiro al mando de su ministro Manuel José García, el mismo que en 1816 había pedido al rey de Portugal que invada la Banda Oriental para sacarse de encima a Artigas. La convención preliminar de paz firmada por el enviado argentino en 1827 preveía que la provincia oriental pasara a la soberanía imperial. La indignación en Buenos Aires fue tal que, pese a que rechazó el acuerdo, Rivadavia se vio obligado a renunciar, por lo cual el Congreso eligió presidente provisional a Vicente López y Planes y tras encargarle el llamado a elecciones para constituir una nueva sala de representantes porteña, se disolvió. No había gobierno.
El fracaso del experimento rivadaviano fue tal que en las elecciones bonaerenses no hubo listas unitarias por lo cual todas las bancas fueron federales.
El domingo doce de agosto la Junta eligió a Manuel Dorrego como gobernador y capitán general de Buenos Aires, y para acompañar ese momento, le ofrecieron el grado de general que declinó al insistir que sólo lo aceptaría cuando lo ganara en el campo de batalla.
Entre quienes sufragaron por Dorrego se encontraban Manuel Hermenegildo de Aguirre, los generales Juan Ramón Balcarce y Juan José Viamonte, el antiguo provincial de la orden de los Dominicos, fray José Ignacio Grela, los abogados Vicente Anastasio de Echeverría y Felipe Arana, y el ex secretario de Gobierno y Hacienda durante el primer gobierno de Dorrego, Manuel Obligado.
A la hora doce del lunes trece de agosto, el coronel Manuel Dorrego prestó juramento ante la soberanía del pueblo en el recinto de la Legislatura.
“La confianza, señores, con que se me distingue es de tan gran peso que yo no me descargaré de ella, sino consagrando mis escasas luces y aún mi propia existencia a la conservación y aumento de nuestras instituciones, y al respeto y seguridad de las libertades. Para arribar a tan altos fines, mis medios de acción serán: religiosa obediencia de las leyes, energía y actividad en el cumplimiento de ellas, y deferencia racional a los consejos de los buenos….La época es terrible: la senda está sembrada de espinas”, dirá al asumir su segundo mandato.
Tras la jura de Dorrego, el sábado 18 de agosto, en una sesión realizada en minoría, el breve Congreso protocolizó la extinción del régimen presidencial de Rivadavia, y puso fin a su propia vida al votar los 27 veintisiete diputados presentes el proyecto que recomendaba “a la Legislatura de Buenos Aires y su Gobierno, mientras pueda obtenerse una deliberación de todas las demás Provincias, la dirección de la guerra y relaciones exteriores; la satisfacción y pago de la deuda, créditos y obligaciones contraídas para atender los gastos nacionales”, al tiempo que establecía que el “Congreso y Gobierno Nacional quedan disueltos”
Confiable para el resto de los gobernadores, todos delegaron en él el manejo de las relaciones exteriores y la guerra, tal como hicieron durante la gestión de Juan Gregorio de Las Heras, y que volverían a delegar en Rosas.
La guerra y la conjura
Como encargado de las Relaciones Exteriores y de la Guerra, intentó concluir rápidamente la guerra mediante golpes de mano audaces y de alto impacto: ordenó al gobernador santafesino, Estanislao López, la liberación de las Misiones Orientales para que sirvieran de base para atacar Porto Alegre; intentó promover la deserción del mercenario alemán Friedrich Bauer que servía a la corona imperial y lo alentó a que creara una república de Santa Catarina, al tiempo que negociaba con los líderes riograndenses, Bento Gonçalves da Silva y Bento Manuel Ribeiro, para que se secesionaran del Imperio y erigieran la república de San Pedro del Río Grande. No sólo eso, también planearon un golpe de mano para secuestrar al emperador Pedro I.
Ninguna de las negociaciones encaradas llegó a buen puerto, y mientras fracasaban esas iniciativas aumentaba la presión inglesa de la mano de su enviado al Plata, lord John Ponsonby, quien no conforme con presionar desde el banco de la provincia que estaba controlado por capitalistas ingleses, indicó a los barcos británicos que hostigaran a las escuetas naves de la modesta flota argentina. Cuando nada podía ser peor, Ponsoby amenazó con la intervención militar si no se acababa esta guerra ruinosa para el comercio de su país.
Así, la convención preliminar de paz ratificada el 29 de septiembre de 1828, aceptaba la independencia de la provincia oriental y reconocía al mundo la existencia de un nuevo país, un paisito, en este caso: la República Oriental del Uruguay. Unos días después, las desharrapadas y victoriosas argentinas comenzaron a desalojar las llanuras riograndesas y las cuchillas de esa nueva patria.
Con el regreso de las tropas argentinas llegó la ocasión que esperaban los unitarios que cosecharon en el descontento de la oficialidad que se sentía despojada de la gloria y de los los soldados sin paga y mal comidos. El clima era tal que la conspiración se tramaba a plena luz del día y en ella participaban desde sus compañeros de exilio como Alvear y Soler, hasta ex camaradas de combates como Juan Lavalle y José María Paz. Tenía tantos amigos en las filas insurrectas que estaba convencido que la conjura sólo estaba en algunas afiebradas mentes unitarias.
Sin embargo el golpe venía madurando desde hacía tiempo: el embajador británico en el Plata, Lord Ponsomby, en un extenso oficio de abril de 1828 informará al primer ministro Arthur Wellesley, I duque de Wellington, el vendedor de Waterloo que “el general Dorrego será destituido de su cargo de gobernador tan pronto como se logre la paz con Brasil”.
Apunta Vicente Fidel López que “el período gubernativo del coronel Dorrego comenzó y se prolongó ante una perenne conspiración. A pesar de ello, no hubo deportados, expatriados, ni encarcelados: a nadie se persiguió, ni hubo más represiones –y eso muy contadas- que algunos días de arresto por desacatos notorios o por riñas personales.”
La participación de don Bernardino fue encubierta, siendo representado en las reuniones conspirativas por un ciudadano francés a quien Vicente Fidel López llamará ‘monsieur Verennes’ pero cuyo verdadero nombre era Filiberto Héctor Varaigne. Años más tarde Manuel Sarratea escribiría desde París a Felipe Arana, ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación, que Varaigne había hecho saber a San Martín que él se hallaba en el Fuerte integrando “la Junta nocturna en la que se resolvió la muerte del gobernador Dorrego”.
Washington Mendeville, cónsul francés en Buenos Aires informará a su cancillería eleva que “quince individuos se conocen ahora por haber preparado este hecho de larga data, o haber participado en su ejecución; pero ellos se nos presentan en tres diferentes categorías; cinco han estado desde el comienzo en evidencia, ya sea colocándose a la cabeza del poder o bien por el rol activo que desempeñaron. Son los generales Lavalle, Brown, Martín Rodríguez, el ministro Díaz Vélez y el Sr. Larrea. Tres actuaron a cara descubierta pero sin menos rango: ellos son los señores Varaigne, que se conocía como el representante del Sr. Rivadavia aunque parecía como actuando por su propia cuenta, Varela y Gallardo, redactores de dos diarios incendiarios. Y por fin siete que estaban en todas las reuniones secretas, que participaban en la decisión de todas las medidas importantes y que a menudo las provocaban, pero que actuaban en la sombra con el fin de aprovechar las circunstancias si éstas los favorecían y de mantenerse a un lado si les eran adversas. Estos son los señores Rivadavia, Agüero, Valentín Gómez, Carril, Ocampo y el general Cruz.”
El general unitario Tomás Iriarte será terminante “Los principales instigadores fueron el doctor Agüero, in capite, Carril, Cruz y otros más subalternos. El nuevo Licurgo, don Bernardino Rivadavia, se mantenía so capa, conservando siempre, aunque en privado, las atribuciones de Patriarca de la Unidad: gustaba del movimiento, tuvo noticia de él y lo aprobó, porque creía que era el primer escalón para volver a subir al mando supremo”.
“Sería yo un loco si me mezclase con esos calaveras: entre ellos hay algunos, y Lavalle es uno de ellos, a quienes no he fusilado de lástima cuando estaban a mis órdenes en Chile y el Perú. Los he conocido de tenientes y subtenientes, son unos muchachos sin juicio, hombres desalmados”, confesará San Martín a Iriarte.
Ante la inminencia del golpe, Rosas se llegó a la ciudad para ver al gobernador y pedirle armas para sus milicias, Desconfiado, Dorrego se las negó. “Este gaucho pícaro no picará su asador en el fuerte”, dijo.
Algunos cronistas sostienen que entre los blancos de las conspiración figuraba, también, ‘el gaucho pícaro’ y que Lavalle se opuso pues eran ‘hermanos de leche’.
La noche del 30 de noviembre mientras los conspiradores se reunían en una casa de la calle Parque (hoy Lavalle entre San Martín y Reconquista), Dorrego, Guido y Balcarce permanecieron en el Fuerte. y que el gobernador mandó llamar a Lavalle que estaba acuartelado en Recoleta. “Ya verán ustedes -le dice a sus ministros-; Lavalle es un bravo a quien han podido marear sugestiones dañinas, pero dentro de dos horas será mi mejor amigo”.
Con la certeza de que sería encarcelado, se negó a acudir al llamado: “Dígale V. al gobernador que mal puede ejercer mando sobre un jefe de la nación como es el general Lavalle, quien como él ha derrocado a las autoridades nacionales para colocarse en un puesto del que lo haré descender porque tal es la voluntad del pueblo al que tiene oprimido”.
Tras la respuesta de Lavalle, Dorrego llamó a militares aliados como Manuel Olazábal y Enrique Martínez quienes navegaban entre dos aguas. Las tropas de Lavalle, mientras tanto, bajaban a buscar posiciones en la plaza de la Victoria.
A las tres de la mañana, Dorrego envió chasque a Rosas que estaba en San José de Flores, y le ordenó que reclutara tropas v se le uniera en la campaña. Después encargó a Guido y Balcarce que se mantuvieran en el fuerte, a la espera de los acontecimientos, mientras él salía hacia la campaña, para, desde allí, tratar de aplastar el movimiento.
A las cuatro y media de la mañana y por la puerta del Socorro, el gobernador abandonó la fortaleza y se dirigió hacia el sur. A las seis, Iriarte, intentó detener a los sublevados con sus artilleros, pero la ciudad ya estaba tomada y apenas pudo llegar al fuerte, donde los ministros estaban aislados. Lavalle los intimó a rendir la plaza y les comunicó que asumía el poder a lo que le respondieron que entregarían la fortaleza a lo indicara la Legislatura, la misma que Lavalle había disuelto.
En busca de legitimación y legitimidad, los golpistas convocaron al comicio. Se votaría en el atrio de la capilla de San Roque, en la actual esquina de Alsina y Defensa, hasta donde se llegó la ‘gente decente’ y designaron a Julián Segundo de Agüero “presidente del acto electoral”. A continuación se anotaron los candidatos: uno fue el general Carlos María de Alvear y, otro Vicente López quienes apenas cosecharon un voto cada uno. Para no demorar la cosa, se decidió que los electores no votaran a viva voz sino mediante su sombrero. En efecto, alzar la galera significaba apoyar a un candidato, mientras que dejarse la galera indicaba que se prefería a otro. Alvear y López mantuvieron sus votos, mientras que “preguntado el pueblo si votaba por Lavalle una multitud alzó sus sombreros”. Pocas veces una elección sería más simbólica.
Tras el trámite, el partido de la “gente de orden” anunció que los sirvientes “volverán a la cocina”.
“La gente baja
ya no domina
y a la cocina
se volverá.”
Ya gobernador, Lavalle busca noticias sobre Rosas, a quien muchos suponen favorable a la revolución. Se saben sus desavenencias con Dorrego y, al fin y al cabo, era hombre “decente y de orden”. Será su amigo, el almirante Guillermo Brown quien le escribirá para contarle sobre “el pronunciamiento de la clase distinguida de esta ciudad”, mientras que Lavalle, con quien mantiene vínculos de amistad familiar, le despacha a Gregorio Aráoz de Lamadrid -quien, a su, vez, era compadre de Rosas- un recado en el que le ofrece garantías a cambio de su adhesión.
“¡Garantías! cuando él es quien ha de pedirlas pues se ha sublevado contra la legítima autoridad presentando un escándalo sin ejemplo”, responde Rosas a Lamadrid. Aunque le propone un entendimiento entre partidos para evitar la guerra.
Mientras tanto, ya en la frontera del Salado, Dorrego también busca el apoyo del comandante de la campaña. Rosas, diplomático, se deshizo de él y lo mandó al norte, a Santa Fe a recabar la adhesión de Estanislao López, el Patriarca de la Federación, un consejo que el gobernador depuesto no escuchó y se dispuso a plantar cara en Navarro.
Derrota y cielito nublado
No hubo combate, los veteranos coraceros de cien batallas sablearon cómodamente a la turba federal y Dorrego apenas pudo escapar. El atardecer del 10 de diciembre, al atardecer, llega a Salto donde buscará reponer fuerzas en la estancia de su hermano Luis.
Allí también se encuentra acampado el Quinto de Húsares, comandado por su amigo, el coronel Ángel Pacheco, quien está dispuesto a ayudarlo. No contarán que el segundo jefe del regimiento, el comandante Bernardino Escribano, sublevará a los húsares y acatará al nuevo gobierno tras lo cual toma prisioneros a los hermanos Dorrego y a Pacheco a los que despachará con fuerte custodia en un birlocho rumbo a Buenos Aires.
En las proximidades de la Cañada de Giles, son interceptados por el coronel Federico Rauch, un militar nacido en Baden quien se llegó a estas tierras para acuñar dos frases que lo harían célebre: “Desechar toda la idea de urbanidad y considerarlos (a los indios) como enemigos que es preciso destruir y exterminar” y “para ahorrar balas, degollamos a 27 ranqueles”. El Carnicero Rauch terminará sus días lanceado, primero, y decapitado, después, por el jefe ranquel Nicasio Maciel, apodado Arbolito, quien estaba al servicio de Rosas.
“Al anoticiarse que el comandante Escribano lo conducía (a Dorrego) a la ciudad, despachó inmediatamente al coronel Rauch con una buena escolta para que se hiciera cargo del preso y lo condujese al campamento (en Navarro). Esto prueba hasta la evidencia que estaba en las mismas ideas de los señores Varela y Carril, y que no fueron esas cartas las que lo indujeron a la espantosa resolución que tenía ya premeditada. El sólo hecho de haber dado esa comisión al coronel Rauch ya era una crueldad exquisita de su parte, pues conocía bien a este oficial, como conocía también la enemistad mortal con que miraba a Dorrego”, relata Vicente Fidel López.
Rauch hará seguir viaje a Buenos Aires a Luis Dorrego y a Pacheco, mientras que a Manuel lo conduce detenido hasta Navarro donde será demorado mientras aguardan órdenes de Lavalle quien estaba acuartelado en la estancia El Talar, vecina al pueblito navarrense de Almeyra. “¡Luis!, estoy perdido”, se despide de su hermano. Ya es 13 de diciembre.
A las 13,15, el mayor Juan Elías, quien está a cargo de la vigilancia del detenido recibe la orden de transportarlo hasta El Talar de Almeyra.
A disposición de Lavalle, Dorrego intentó tener una entrevista con él a lo que el héroe de Riobamba se negó en forma terminante y ordenó que sea pasado por las armas acusado de traición en forma inmediata. No fue una decisión intempestiva del tempestuoso soldado al que llamaban, también, la espada sin cabeza. Lavalle cumplía con el plan acordado el 30 de noviembre en la casa de la calle del Parque.
Luis Antonio Beruti, el de ‘Frenchiberuti’ y preciso cronista, cuenta las dudas del comandante alzado: “aunque Lavalle es un mozo soberbio, orgulloso, cruel y sanguinario, cuando tuvo preso en su poder al finado Dorrego trepidó mucho para quitarle la vida, pero que lo ejecutó porque el coronel Rauch lo incitó a ello diciéndole que si no lo fusilaba, él mismo lo había de degollar; cuyo consejo apuró el brigadier Martín Rodríguez expresándose de que no trepidase en hacerlo, porque Dorrego era perjudicial, mozo revoltoso, y de salvarlo, en cualquier parte había de vengarse, con otras más razones que dio, por lo que Lavalle, alucinado de estos malvados consejos, lo hizo fusilar.”
Lavalle, quien desde los 14 años cuando empuñó por primera vez una espada pasó su vida en guerra, había sido subordinado de Dorrego en la campaña contra Artigas y combatió a sus órdenes en la batalla de Guayabos. Nunca lo vio en esa jornada.
“Dígale que el gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires, el encargado de los negocios generales de la república, queda enterado de la orden del señor general. A un desertor al frente del enemigo, a un enemigo, a un bandido, se le da más término y no se lo condena sin permitirle su defensa ¿Dónde estamos? ¿Quién ha dado esa facultad a un general sublevado? Hágase de mí lo que se quiera, pero cuidado con las consecuencias”, estalló, indignado Dorrego.
Abandonado por todos, sólo dos dirigentes unitarios pidieron por su vida: el ministro José Miguel Díaz Vélez y el gobernador delegado, Guillermo Brown.
“La carta original de Dorrego que incluyo a usted le informará de sus deseos de salir a un país extranjero, bajo seguridades: mi opinión a este respecto, como particular, está de conformidad, pero asegurando su comportamiento de no mezclarse en los negocios políticos de este país… Esta es mi opinión privada, más usted dispondrá lo que considere mejor, para asegurar los grandes intereses de la provincia; quedando su muy atento amigo y servidor”, escribirá el almirante a Lavalle.
“En esta misma posición, es en la que llego como amigo suyo y de Dorrego, a interponer mi mediación, para que él vaya a Estados Unidos, y explicaré cómo debe ser en mi opinión… Dorrego debe salir inmediatamente sin toca en el pueblo, extrañado perpetuamente, dando garantías que podrán prestarlas los mismos mediadores, y privado también de la ciudadanía, etc. Esto es digno, más que fusilarlo, aun después de un juicio muy dudoso, si se han de consultar los ápices de la justicia”, propondrá Díaz Vélez quien ya había gestionado con el cónsul estadounidense un buque hacia Baltimore. Ignoraba que fusilamiento ya era un hecho.
En una carta a Lavalle, Juan Cruz Varela lo insta, sibilino, a no recular: “Después de la sangre que se ha derramado en Navarro, el proceso del que la ha hecho correr, está formado: ésta es la opinión de todos sus amigos de usted; esto será lo que decida de la revolución; sobre todo, si andamos a medias… En fin, usted piense que 200 o más muertos y 500 heridos deben hacer entender a usted cuál es su deber…Cartas como éstas se rompen, y en circunstancias como las presentes, se dispensan estas confianzas a los que usted sabe que no lo engañan, como su atento amigo y servidor”.
Por su parte, Salvador María del Carril, conocedor de los pruritos y cavilaciones de Lavalle, apela a la necesidad de imponer un castigo ejemplar: “Mire usted que este país se fatiga 18 años hace, en revoluciones, sin que una sola haya producido un escarmiento (…) la prisión del general Dorrego es una circunstancia desagradable; ella lo pone a usted en un conflicto difícil. La disimulación en este caso después de ser injuriosa será perfectamente inútil al objeto que me propongo. Hablo del fusilamiento de Dorrego. Hemos estado de acuerdo en ella antes de ahora. Ha llegado el momento de ejecutarla. Prescindamos del corazón en este caso. La Ley es que una revolución es un juego de azar, en la que se gana la vida de los vencidos. Si usted, general, la aborda así, a sangre fría, la decide; si no, yo habré importunado a usted; habré escrito inútilmente, y lo que es más sensible, habrá usted perdido la ocasión de cortar la primera cabeza de la hidra, y no cortará usted las restantes.; ¿ entonces, qué gloria puede recogerse en este campo desolado por estas fieras ?.
Nada queda en la República para un hombre de corazón”.
Por su parte, su amigo y camarada del Ejército del Norte, el temerario coronel Lamadrid lo acompañó durante la hora escasa que le dieron para poner en orden sus cosas.
“Fui a solicitar permiso para hablar con Dorrego (…) habiéndome abrazado, díjome: ‘¡Compadre, quiero que usted me sirva de empeño en esta vez para con el general Lavalle, a fin de que me permita un momento de entrevista con él!’ (…). ‘Compadre -le dije-, con el mayor gusto voy a servir a usted en este momento’. Corrí a ver al general, hícele presente el empeño justo de Dorrego…; mas viendo yo que se negó abiertamente a ello, le dije: ‘¿qué pierde el señor general con oírle un momento…?’ ‘¡No quiero verle, ni oírlo un momento!’…
Salí desagradado, y volví sin demora con esta funesta noticia a mi sobresaltado compadre.
Al dársela se sobresaltó aún más, pero lleno de entereza mi dijo: ‘¡Compadre, no sabe Lavalle a lo que se expone con no oírme! Asegúrele usted que estoy pronto a salir del país; a escribir a mis amigos de las provincias que no tomen parte alguna por mi…’
Bajéme conmovido y pasé con repugnancia a ver al general. Apenas me vio entrar, díjome: ‘Ya se le ha pasado la orden para que se disponga a morir, pues dentro de dos horas será fusilado; no me venga con muchas peticiones de su parte’. ¡Me quedé frío! ‘General, le dije, ¿por qué no le oye un momento, aunque lo fusile después?’. ‘¡No lo quiero!’ (…)
(Dorrego) se paró con entereza y me dijo: ‘Compadre, se me acaba de dar la orden de prepararme a morir dentro de dos horas. A un desertor al frente del enemigo, a un bandido, se le da más término y no se le condena sin oírle y sin permitirle su defensa. ¿Dónde estamos? ¿Quién ha dado esta facultad a un general sublevado? Proporcióneme usted, compadre, papel y tintero, y hágase de mí lo que se quiera. ¡Pero cuidado con las consecuencias!’…”, narrará Lamadrid en sus Memorias.
Lamadrid, el hombre de las cien heridas en combate, no tuvo el valor para verlo morir y se quebró en llanto delante de tropa. Luego, le entregó a Dorrego su propia chaqueta militar para que su ejecución tuviera el decoro necesario y tras el fusilamiento se encargó personalmente de entregar a la viuda la chaqueta de su marido junto con algunos recuerdos y cartas que el ejecutado le enviaba a ella y a sus hijas.
“Mi querida Angelita: En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir. Ignoro por qué; más la Providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí. Mi vida: educa a esas amables criaturas. Sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego”, escribió a su esposa.
También se conservan pequeñas esquelas con instrucciones. Evidentemente, escribía a medida que se le venían los pensamientos, en distintos papeles aquí y allá con el reloj como perseguidor.
“Mi querida Angelita: te acompaño esta sortija para memoria de tu desgraciado padre”, escribe a la menor. “Mi querida Isabel: te devuelvo los tiradores que hiciste a tu infortunado padre”, dedica a la mayor.
A la familia le aconseja: “Sed católicos y virtuosos, que esa religión es la que me consuela en este momento”.
En otro trozo de papel pedirá a su esposa: “Mi vida: mándame a hacer funerales, y que sean sin fausto. Otra prueba de que muero en la religión de mis padres”, firmará la misiva como “tu Manuel”.
Entre sus disposiciones finales, legó la mayoría de sus bienes al Estado, y le escribió al gobernador santafesino, Estanislao López: “Mi apreciable amigo: En este momento me intiman a morir dentro de una hora. Ignoro la causa de mi muerte; pero de todos modos perdono a mis perseguidores.
Cese usted por mi parte todo preparativo, y que mi muerte no sea causa de derramamiento de sangre. Soy su afectivo amigo.”
Salvador María del Carril, que llegaría a ser vicepresidente de la república sugería a Lavalle que “fragüe el acta de un consejo de guerra para disimular el fusilamiento de Dorrego porque si es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los muertos….recoja usted un acta del consejo verbal que debe haber precedido a la fusilación. Un instrumento de esta clase, redactado con destreza, será un documento histórico muy importante para su vida póstuma (…). Que lo firmen todos los jefes y que aparezca usted confirmándolo. Debe fundarse en la rebelión de Dorrego con fuerza armada contra la autoridad legítima elegida por el pueblo; en el empleo de los salvajes para ese atentado; en sus depredaciones posteriores…”
Sin embargo, Lavalle decidió asumir toda la responsabilidad.
Sin juicio, Manuel Dorrego, gobernador y capitán general de la provincia y encargado de los negocios exteriores de la República, fue fusilado el 13 de diciembre de 1828 en un corral que daba a las espaldas de la iglesia de Navarro. A su primo, el religioso Juan José Castañer, le tocó darle los últimos sacramentos y gestionar una sepultura.
“Participo al Gobierno Delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos que componen esta división. La historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público.
Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su obsequio”, reporta Lavalle al almirante Brown quien estaba a cargo del Ejecutivo provincial mientras cazaba al gobernador depuesto.
El fantasma de Manuel
“Cielito y cielo nublado
por la muerte de Dorrego.
Enlútense las provincias.
Lloren cantando este cielo”
“Manuel Dorrego- En el día 14 de diciembre de 1828, yo, el abajo firmado, teniente cura de esta Capilla de Navarro, sepulté con oficio y misa de cuerpo presente, todo cantado de primera clase, el cadáver del coronel don Manuel Dorrego, natural de Buenos Aires, esposo de doña Angela Baudrix. Recibió los Sacramentos de que doy fé”, consignó Castañer en el acta de defunción que se conserva en los libros parroquiales.
Fue enterrado en el cementerio de Navarro, entonces estaba junto a la Iglesia. Su tumba: “a cinco y media varas de su frente y puerta principal, con la diferencia de dos tercios en que daba hacia su parte lateral izquierda…”
Una tosca cruz de ñandubay marcó el lugar del fusilamiento. En 1925 gurises y maestras de la escuela N° 17 reemplazó la cruz de madera dura por una de hierro forjado alrededor de la cual el encargado de la estancia El Talar puso un perímetro de alambre para protegerla del daño de vacas y caballos. En 1928, a un siglo del fusilamiento, familiares de Dorrego erigieron un monolito de ladrillo que servía de basamento a una cruz de lapacho.
El fusilamiento sumario no fue la única vejación que sufrió Dorrego. Al cumplirse el primer aniversario del fusilamiento, Juan Manuel de Rosas, quien finalmente había “picado su asador en el fuerte” ordenó la exhumación del “mártir” para que recibiera un funeral apoteótico y sepultura en el cementerio de Recoleta.
“Cielo, mi cielo sereno
nunca más pompa se vio
que el día en que Buenos Aires
a Dorrego funeró”.
Llegada a Navarro, la comisión conformada por el abogado Miguel Mariano de Villegas, en carácter de camarista más antiguo, el médico Francisco Cosme Argerich, el escribano mayor de gobierno José Ramón de Basavilbaso, el juez de paz y el cura párroco Juan José Castañer, entre otros, se constató que “encontraron el cadáver entero, a excepción de la cabeza que estaba separada del cuerpo en parte, y dividida en varios pedazos, con un golpe de fusil al parecer, en el costado izquierdo del pecho”, el narrador no es otro que Domingo Faustino Samiento quien cuenta esta atrocidad en las páginas de Facundo.
“La muerte de Dorrego fue uno de esos hechos fatales, predestinados, que forman el nudo del drama histórico, y que, eliminados, lo dejan incompleto, frío, absurdo”, precisó el sanjuanino algunos años más tarde.
Por su parte, José Manuel Estrada sostuvo que Dorrego: “Fue un apóstol y no de los que se alzan en medio de la prosperidad y de las garantías, sino apóstol de las tremendas crisis. Pisó la verde campiña convertida en cadalso, enseñando a sus conciudadanos la clemencia y la fraternidad, y dejando a sus sacrificadores el perdón, en un día de verano ardiente como su alma, y sobre el cual la noche comenzaba a echar su velo de tinieblas, como iba a arrojar sobre él la muerte su velo de misterio. Se dejó matar con la dulzura de un niño, él que había tenido dentro del pecho todos los volcanes de la pasión. Supo vivir como los héroes y morir como los mártires.”
Ángela Baudrix, la viuda, queda en la miseria. Sus hijas que al momento del fusilamiento cuentan con seis y doce años, se verán obligadas a trabajar de costureras en el taller de Simón Pereyra, un proveedor de uniformes para el ejército y especulador inmobiliario, pese a que Dorrego había alcanzado una fortuna considerable, dejó a su familia un patrimonio reducido en bienes y rico en deudas. Recién en 1845, el gobernador Juan Manuel de Rosas finalmente les otorgó la pensión que les correspondía y les había negado durante años.
Su hija mayor, Isabel, no formó familia y sobrevivió a su madre y hermana. Nunca abandonó el luto. Cuentan que cada 13 de diciembre, aniversario del fusilamiento de padre, era visitada por parientes y amigos ante quienes observaba una cabeza de gallo sobre una bandeja de plata ante la que clamaba: “¡Es la cabeza de Lavalle!”.
El fusilamiento trascendió fronteras. Bolívar, en mayo de 1829, le escribiría al general Pedro Briceño Méndez que “en Buenos Aires se ha visto la atrocidad más digna de unos bandidos. Dorrego era jefe de aquel gobierno constitucionalmente y a pesar de esto el coronel Lavalle se bate contra el presidente, le derrota, le persigue, y al tomarle le hace fusilar sin más proceso ni leyes que su voluntad; y en consecuencia, se apodera del mando y sigue mandando literalmente a lo tártaro.”
Por su parte, San Martín pone blanco sobre negro: “Los autores del movimiento del primero (de diciembre) son Rivadavia y sus satélites, y a usted le consta los inmensos males que estos hombres han hecho, no sólo a este país, sino al resto de la América con su infernal conducta”, explica al chileno Bernardo O’Higgins en una carta de abril de 1829.
1839, apañado por los dineros y barcos franceses, Juan Galo de Lavalle vuelve a combatir a Juan Manuel de Rosas. Tras desembarcar en Entre Ríos y vencer en Yeruá, proclama: “¡La hora de la venganza ha sonado! ¡Vamos a humillar el orgullo de esos cobardes asesinos! Se engañarían los bárbaros si en su desesperación imploran nuestra clemencia. Es preciso degollarlos a todos. Purguemos a la sociedad de esos monstruos. Muerte, muerte sin piedad… Derramad a torrentes la inhumana sangre para que esta raza maldita de Dios y de los hombres no tenga sucesión…”
El general que conduce una montonera lejana se extraña que los pueblos no se subleven a su paso libertador. Su amigo Andrés Lamas es depositario de quejas contra “los hombres de casaca negra” que “con sus luces y su experiencia, me precipitaron en ese camino, haciéndome entender que la anarquía que devoraba a la gran República, presa del caudillaje bárbaro, era obra exclusiva de Dorrego. Más tarde, cuando varió mi fortuna, se encogieron de hombros…” y no dejaba de repetir a su círculo que que su anhelo era volver para “colmar de beneficios a la familia de Dorrego” para poder expiar sus culpas.
Jacinto Peña apuntó que estando Lavalle en Corrientes mientras remontaba su ejército de pronto preguntó a un grupo de seguidores qué fecha era y respondió: “Hoy es 13 de diciembre, aniversario del fusilamiento del gobernador Dorrego por mi orden. Si algún día volvemos a Buenos Aires, juro sobre mi espada y por mi honor de soldado que haré un acto de expiación como nunca se ha visto; sí, de suprema y verdadera expiación”.
En agosto de 1840, mientras bajaba a una Buenos Aires a la que nunca llegó pese a ver las cúpulas de sus templos, tuvo ocasión de hacer noche en la estancia de Almeira, donde fusiló a Dorrego. Cuenta Tomás de Iriarte que en ese momento le preguntó: “Amigo mío, ¿cuándo llegaremos a Buenos Aires, para rodear de respeto y consideración a la viuda y a las huérfanas del coronel Dorrego?”
“Me hicieron cometer un crimen: yo era muy joven entonces, no tenía reflexión, y creí de veras que hacía un servicio a la causa pública”, repetía.
En julio de 2015 a iniciativa del Poder Ejecutivo Nacional, el Congreso ascendió post mortem a Manuel Dorrego al rango de general a pesar que él durante su corta vida se negó a aceptar promociones en el escalafón que hubieran sido ganadas en el campo de batalla.
Dorrego. Documental de la serie Caudillos emitida por canal Encuentro
http://encuentro.gob.ar/programas/serie/8181/2405?temporada=1