Alem, el profeta radical


11 de marzo de 1842.

En la esquina de Matheu y Rivadavia, está la pulpería de la arrabalera Balvanera, allí Leandro Antonio Alén, el pulpero,  y Tomasa Ponce Gigena reciben a Leandro, su hijo. Algunos dicen que el pulpero es hijo de un tal Allen, un desertor irlandés de la época de las invasiones inglesas, otros que ese apellido extraño oculta y revela sangre mora. 

Lo que todos saben es que el pulpero revista a las órdenes del coronel Ciríaco Cuitiño en la Sociedad Popular Restauradora, la Mazorca, esa banda de fanáticos que puede lo que el gobernador no debe. No son tiempos fáciles: en Montevideo resisten los unitarios al amparo de los barcos franceses y el oro imperial, y en las provincias crece el malestar contra don Juan Manuel de Rosas, el Restaurador de las Leyes, gobernador y capitán general de Buenos Aires y encargado de los negocios exteriores de la Confederación Argentina.

“Leandro fue bautizado en Balvanera el 7 de abril de 1842. Dionisio Farías y Felisa Pérez fueron sus padrinos. En el acta no figura ese segundo nombre, Nicéforo, que muchos de sus biógrafos aceptan. Alem, que modificó su apellido siendo muy joven,… firmaba también Ln. Alem. (Hay tarjetas de él así impresas.) En una ocasión su médico y correligionario Martín Torino, le preguntó qué significaba esa n minúscula junto a la L inicial. Y le respondió: ‘Quiere decir nada’. Sin embargo debo agregar que en oportunidad del casamiento de su hijo Leandro con Justa César Hillner, por ser ambos menores de edad, debió otorgar su consentimiento y, al firmar el acta número 0044, labrada el 2 de marzo de 1896, lo hizo asentando sus nombres de este modo: Leandro Nicéforo Alem. Esta acta está en la cuarta sección del registro Civil”, revela su biógrafo, Alvaro Yunque intentando poner certezas a una discusión tan antigua como irresuelta.

Tiempos difíciles. Don Juan Manuel se niega a dar una constitución y está sentado sobre las rentas de las Aduanas. Al final, uno de sus laderos, Justo José de Urquiza, gobernador de Entre Ríos se pronuncia, arma una alianza con los correntinos, los imperiales brasileños y los colorados orientales con la que, en 1852, lo derrota prolijamente en Caseros, lo manda al exilio y llena de horcas la ciudad rendida. 

El 29 de diciembre de 1853 dos nueva horcas enseñarán sus siniestras siluetas en la plaza Independencia de Monserrat, ésa que supo estar entre la actual avenida Independencia, Bernardo de Irigoyen, Tacuarí y Estados Unidos. De ellas colgarán el pulpero y el coronel.

Leandro, el hijo vio o imaginó todo. Tenía 11 años y desde ese día vivirá con una duda: ¿había enfrentado su padre la muerte con valor? Hemipléjico y tembloroso, al pulpero le costó subir al cadalso. A su lado, Cuitiño, en calma, desafiante, se limitó a pedir hilo y aguja para coser su pantalón al chaleco y evitar desnudeces burlonas cuando su cadáver quedara colgado “a la expectación pública”.

La muerte del pulpero sumió a la familia en la pobreza, al punto tal que misia Tomasa debió fabricar y vender dulces y pastelitos para sostener a la familia que llevaba el estigma del rosismo y de ser “el hijo del mazorquero ahorcado”, una marca tal que hizo que en la universidad -donde estudiaba derecho- el joven Leandro decidiese cambiar su apellido: había nacido Leandro Alem.

La construcción de un destino

Decidido a sacudirse estigmas y a lavar quién sabe qué culpas paternas, con apenas 17, el joven Alem decidió mostrar su valía e ingresó como voluntario al ejército de la Confederación donde, en 1859, se batió en Cepeda y, dos años después, en Pavón. Ahora estaba del lado correcto contra el porteño e ingrato Estado de Buenos Aires.

Convencido de que la sangre se lava con sangre, en 1865 sirve en la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay. Durante los cinco años de la contienda sirvió con valor, tuvo su canónica herida en el desastre de Curupaytí, fue promovido a capitán y hay fuertes indicios que lo ubican en la reconquista de Corrientes.

Su actuación militar y su formación lo hicieron secretario de la legación argentina en Asunción y, luego, agregado cultural en la embajada ante el emperador, Pedro II en su corte del Janeiro.

Tras la guerra y al finalizar su breve recorrido diplomático, regresa a Buenos Aires para doctorarse como abogado en la Universidad de Buenos Aires donde se recibe en 1869 con una tesis sobre el Estudio sobre las obligaciones naturales en la que pone de manifiesto su preocupación sobre la incidencia de la moral en la vida pública que lo acompañará durante toda su vida.

Recibido y matriculado, pondrá en funcionamiento un estudio jurídico junto con su amigo Aristóbulo del Valle.

Tras su tránsito jordánico por la fracción urquicisita del federalismo, se sumó al partido Autonomista liderado por el caudillo popular Adolfo Alsina y desde donde se opondrá a la federalización de Buenos Aires. En estos tiempos iniciará su disputa secular con Bartolomé Mitre y su partido Nacional.

En 1872 es electo como diputado en la legislatura bonaerense donde azotará a sus rivales con su oratoria rica en conceptos, filosa y sin concesiones. Nació el Señor de Balvanera cuya fama obliga a su partido a postularlo para una diputación nacional en 1874, elección en la que el mitrismo se impone con holgura fraudulenta, circunstancia que obligará a que Alsina decline su candidatura presidencial y pase a proponer la unión entre ambas formaciones lo que devendrá en la creación del Partido Autonomista Nacional.

En oposición a este pacto, Alem pondrá en marcha una corriente interna en el seno del alsinismo que será integrada, entre otros, por Aristóbulo del Valle, Roque Sáenz Peña, Lucio Vicente López, Pedro Goyena y José Manuel Estrada junto a quienes fundará en 1877 el Partido Republicano, una formación que busca romper con los personalismos mediante mediante la implementación de una orgánica basada en asambleas donde se debaten y aprueban los programas, acuerdos y principios partidarios entre los que se destacan la instalación de una democracia plena a través de la pureza y libertad de sufragio barriendo con el fraude y la intervención oficial.

Tras un triunfo sobre los autonomistas nacionales en las elecciones para elegir senadores provinciales, los republicanos se aprestan a jugar y proponen a Aristóbulo del Valle como candidato a gobernador de Buenos Aires acompañado por Alem en la fórmula. El fraude a conciencia barrerá con ellos y Carlos Tejedor ocupará la primera magistratura bonaerense.

La derrota, las divisiones internas de los republicanos y la muerte de Alsina cambiarán el escenario político: se disuelve la formación de Alem, mientras que los autonomistas deciden dar por muerto el acuerdo con Mitre quien organizará un nuevo partido Nacional al que se sumará Alem quien en 1879 vuelve a ocupar una banca provincial por ese partido desde la que se opondrá a la federalización de Buenos Aires y al fraude como mecánica electoral.

“La concentración del poder político en la ciudad más grande y rica del país será fatal para el país en su conjunto” profetizó.

Tras sus debates con el escritor José Hernández y federalizada Buenos Aires, aparece en el panorama una nueva figura dominante: Julio Argentino Roca quien sumará tras de sí a los restos del partido Autonomista. Derrotado en toda la línea, Alem renuncia a su banca el 11 de diciembre de 1880 y abandona la política. Serán nueve años en el ostracismo durante los que se consolidará -bajo la mirada atenta de Roca- el “régimen falaz y descreído” con las masas lejos del poder.

En ese tiempo, sucedió a Domingo Faustino Sarmiento como Gran Maestre número 12 de la Gran Logia de Libres y Aceptados Masones, cargo que ocuparía entre 1883 y 1885 y al unos años después, ascendería Bartolomé Mitre.

Mientras tanto, Roca impulsa la candidatura de su concuñado, el cordobés Miguel Juárez Celman, quien propiciará un festival de corrupciones, concesiones y despilfarros que son complementadas con el unicato y un culto a la personalidad que culminará en el llamado “banquete de los incondicionales” celebrado por sus favorecidos en medio del quebranto de las cuentas públicas y de una crisis económica atroz.

El revolucionario que vuelve

El 20 de agosto de 1889, La Nación publica un artículo de un joven abogado entrerriano, Francisco Barroetaveña. Titulado Tu quoque juventud (En tropel al éxito), el artículo que cuestiona la obsecuencia de los favorecidos, no es mucho más que un cúmulo de lugares comunes, pero tiene el azaroso don de la oportunidad y su autor se vuelve celebérrimo al punto que su domicilio se vuelve un punto de encuentro de un grupo opositor que decide convocar a un gran meeting movilizar los sentimientos cívicos dormidos.

La organización del evento estará a cargo de la gran promesa de la aristocracia porteña. Marcelo Torcuato de Alvear y todo salió a pedir de boca. El Jardín Florida rebosaba de gente, se hablaba de más de tres mil personas, una multitud congregada en torno a la convocatoria de la flamante Unión Cívica de la Juventud compuesta, entre otros, por el propio Alvear, Juan B. Justo, Lisandro de la Torre, Tomás Le Breton y Manuel Montes de Oca. Detrás de ellos, los mayores: Aristóbulo del Valle, Pedro Goyena, Vicente Fidel López, Bernardo de Irigoyen y Bartolomé Mitre.

Pero la expectativa estaba en alguien que volvía tras diez años de silencio. ese joven viejo de mirada melancólica y barbas de profeta: Leandro Alem.

“Señores, nada satisface más íntimamente y retempla mejor el espíritu, que recordar con acentuada veneración los esfuerzos desinteresados y patrióticos de aquella juventud, que abandonando la cuna de sus más caras afecciones, cortando algunos el curso de sus carreras universitarias, y despreciando todos sus intereses personales, corría, llena de bríos y de santo patriotismo, a formar en las filas del ejército, que se coronaba de gloria en las batallas libradas por la libertad y el honor nacional”, proclamó Alem y la multitud lo hizo líder.

Era el 1 de septiembre de 1889. Con Alem liderando y Alvear como su secretario, se ponía en marcha la revolución​ de la mano de la Unión Cívica fundada el 13 de abril de 1890 tras el masivo acto en el Frontón Buenos Aires en el que Alem se hace una pregunta de pasmosa actualidad: “¿Y qué hacen estos sabios economistas? ¡muy sabios en la economía privada, para enriquecerse ellos! En cuanto a las finanzas públicas, ya véis la desastrosa situación a que nos han traído!”

“No es solamente el ejercicio de un derecho, no es solamente el cumplimiento de un deber cívico; es algo más, es la imperiosa exigencia de nuestra dignidad ultrajada, de nuestra personalidad abatida; es algo más todavía, señores: es el grito de ultratumba, es; la voz alzada de nuestros beneméritos mayores que nos piden cuenta del sagrado testamento cuyo cumplimiento nos encomendaron!”, proclama en su discurso.

“No hay, no puede haber buenas finanzas, donde no hay buena política. Buena política quiere decir, respeto a los derechos; buena política quiere decir, aplicación recta y correcta de las rentas públicas; buena política quiere decir, protección a las industrias útiles y no especulación aventurera para que ganen los parásitos del poder! buena política quiere decir, exclusión de favoritos y de emisiones clandestinas.Pero para hacer esta buena política se necesita grandes móviles, se necesita fe, honradez, nobles ideales; se necesita, en una palabra, patriotismo”, concluyó.

Bajo la titularidad de Alem, que compartía liderazgo con Mitre, se sancionó un programa político y se le dio una organización muy similar a la del viejo partido Republicano: “Pureza y libertad de sufragio popular, proscribiendo de los comicios las violencias, el fraude y la intervención oficial.”

Conocedores del territorio de la política, saben que la maquinaria fraudulenta del roquismo cuenta con todos los recursos del Estado. Sin revolución no podrá haber elección libre y sin militares la revolución está vencida antes de nacer.

Comienzan las conspiraciones y no tan secretamente empiezan a llegar las adhesiones: el 1 de Infantería y el de Artillería, el 5 de Infantería, los Ingenieros, el 4, los cadetes del colegio militar… los tenientes de navío Ramón Lira y Eduardo O’Connor, logran sumar a toda la flota.

En su manifiesto, firmado por Alem, explican los motivos: “Las instituciones libres han desaparecido de todas partes: no hay república, no hay sistema federal, no hay gobierno representativo, no hay administración, no hay moralidad. La vida política se ha convertido en industria lucrativa…Ni en Europa ni en América podía encontrarse en estos tiempos un gobierno que se le parezca; la codicia ha sido su inspiración, la corrupción ha sido su medio. Ha extraviado la conciencia de muchos hombres con las ganancias fáciles e ilícitas, ha envilecido la administración del Estado obligando a los funcionarios públicos a complacencias indebidas y ha pervertido las costumbres públicas y privadas prodigando favores que representan millones”. 

El general Manuel J. Campos, un mitrista de toda la vida, será el jefe militar de la revolución que se inicia el sábado 26 de julio a las 4 de la mañana cuando Alem al mando de un regimiento cívico tomó el Parque de Artillería que, en ese entonces, se emplazaba en el solar donde hoy la Corte Suprema tiene su palacio. 

El único autor de esta revolución, de este movimiento sin caudillo, profundamente nacional, larga, impacientemente esperada, es el pueblo de Buenos Aires que, fiel a sus tradiciones, reproduce en la historia una nueva evolución regeneradora que esperaban anhelosas todas las provincias argentinas”, proclama el manifiesto firmado por la junta revolucionaria que encabeza Alem.

Menos de un kilómetro se interpone entre los revolucionarios y una Casa Rosada sin custodia. Pero Campos no se mueve y sigue en el Parque esperando en contra del plan aprobado la noche anterior que preveía un rápido movimiento hacia la Plaza de Mayo.

Pese a que Alem insiste en marchar, Campos espera. Alem se allana a la decisión del militar sin saber que con esa decisión eliminaba cualquier chance de éxito. Alem ignoraba que a las ruidosas adhesiones de regimientos y buques seguían sigilosas gestiones y sutiles promesas entre emisarios de Roca y Mitre, un pacto no escrito que el mismo Zorro tucumano suscribió con Campos cuando lo visitó durante una efímera detención unos días antes de la asonada. En su informe de fin de año a la Unión Cívica Alem admitirá su error.

En efecto, Roca manipuló la irremediable revolución para armar una de sus jugadas magistrales: derrocar a Juárez Celman, partir a la naciente Unión Cívica y actualizar el registro de leales y traidores. El tiempo jugaba en contra de los revolucionarios al permitir la movilización de los leales y disuadir a los timoratos de cambiar de partido. Alem no sería presidente provisional y el Partido Autonomista Nacional seguiría por un par de décadas más con el timorato mitrismo como aliado.

El conato terminó el 29 de julio, los cantones radicales se negaron a dejar las armas y resistieron un día más. Alem fue el último en salir del parque, dicen que caminó solo y que un subteniente lo salvó de recibir una descarga de fusilería hacia la que caminaba con cierto fatalismo.

Tras la revolución, Juárez Celman fue reemplazado por su vicepresidente, Carlos Pellegrini, conocido como El gringo o La gran muñeca  quien logró enderezar la nave y consolidar el poder del régimen,

Pese a que continuaba el sistema, la caída del presidente y la capacidad de la flamante Unión Cívica para construir una alianza capaz de hacerlo temblar aumentó su influencia y la transformó en un nuevo actor indispensable del nuevo escenario político al que aportó numerosas figuras. Esa popularidad y el aura que rodeaba a Alem hizo que éste fuera electo senador nacional junto a su amigo y socio Aristóbulo del Valle en las elecciones del 15 de marzo de 1891 y pusiera a los cívicos cerca del acceso al poder.

En ese marco, para las presidenciales de 1892 la Unión Cívica proclamó la fórmula Bartolomé Mitre – Bernardo de Irigoyen. La ocasión estaba servida para que Roca demostrara el porqué lo apodaban Zorro. Con lisonjas y promesas apeló al espíritu patriótico de don Bartolo quien en aras de la unidad nacional aceptó integrar una fórmula de síntesis entre ambos partidos, una fórmula que, naturalmente, lo contaba a la cabeza, y prescindía de don Bernardo.

El intransigente

“Yo no acepto el acuerdo, soy radical en contra del acuerdo, soy radical intransigente…”, será la frase con la que Alem sintetizará su oposición al pacto entre Mitre y Roca y que conducirá a la división de la Unión Cívica el 26 de junio de 1891 cuando la inmensa mayoría de los cuadros dirigentes seguirán al abogado de Balvanera para fundar la Unión Cívica Radical, el primer partido político moderno de América Latina, la UCR, entre ellos Aristobulo del Valle, Bernardo de Irigoyen, Hipólito Yrigoyen, Juan M. Garro, Francisco Barroetaveña, Leopoldo Melo, Marcelo T de Alvear, Elpidio González, Lisandro de la Torre.

“No derrocamos al gobierno de Juárez Celman para separar hombres y sustituirlos en el mando; lo derrocamos para devolverlo al pueblo a fin de que el pueblo lo reconstituya sobre la base de la voluntad nacional”, explicaba Alem.

La carta orgánica de la nueva formación sostiene; “Concurrir a sostener dentro del funcionamiento legítimo de nuestras instituciones las libertades públicas, en cualquier punto de la nación donde peligren. Levantar como bandera el libre ejercicio del sufragio, sin intimidación y sin fraude. Proclamar la pureza de la moral administrativa. Propender a garantir a las provincias el pleno goce de su autonomía y asegurar a todos los habitantes de la República los beneficios del régimen municipal”.

“¡Yo sostengo y sostendré siempre la política de los principios; caiga o no caiga; nunca transaré con el hecho; nunca transaré con la fuerza; nunca transaré con la inmoralidad; nunca transaré con los conculcadores de las instituciones y las libertades públicas! ¡Nunca esperaré el desenlace de ciertas situaciones para entrar en ellas; he de luchar siempre como fuerte y como bueno; sean cuales fueran los resultados, porque para mí la idea moral es la única que puede regenerar la sociedad!”, sostiene. 

Con Mitre y su testimonial Unión Cívica Nacional queda Guillermo Udaondo, electo gobernador de Buenos Aires en las fraudulentas elecciones de 1894, y algunos caudillejos parroquiales. El raquitismo electoral del mitrismo era tal que a Roca no le costó despojarlo de la candidatura presidencial que le fue ofrecida al dócil  Luis Sáenz Peña acompañado por el salteño José Evaristo Uriburu. 

La UCR presentó la fórmula Bernardo de Irigoyen – Juan M. Garro. El fraude fue tan descomunal que las cifras hablan solas: el Partido Autonomista Nacional sacó el 95,02% de los votos, contra el 2,26% de la UCR. La impunidad fue tal que la testimonial candidatura de Mitre empató con la radical. Si no había salida electoral, habría salida armada. 

Alem predicará la intransigencia como principio de su acción política y 1893 vendría con una nueva revolución. Sin apoyos y sin talento, el nuevo Ejecutivo entra en crisis y Sáenz Peña mira hacia los únicos que podían oxigenar su gestión: los radicales.

Si bien Alem e Yrigoyen se niegan a aceptar cargos, Del Valle acepta el Ministerio de Guerra al que le sumaron tantas atribuciones que se constituyó en un virtual primer ministro y comienza a desmontar la maquinaria de extorsión electoral mediante la eliminación de las milicias provinciales que no eran otra cosa que las bayonetas de las oligarquías provinciales. al tiempo que empieza a enviar interventores federales de su confianza para garantizar comicios limpios en los que la UCR no deja de vencer.

En este punto se produce una divergencia entre las estrategias que  llevan adelante Aristóbulo del Valle junto a Hipólito Yrigoyen quienes auspician una escalada de insurrecciones provinciales para forzar a Del Valle a intervenirlas por parte del gobierno federal. Por su parte, Alem, seguía soñando con derrocar al gobierno central mediante un amplio movimiento cívico militar bajo orientación radical.

Mientras Alem organiza su revolución, Yrigoyen y Del Valle traman con paciencia artesana su conspiración para devorar al régimen desde dentro. La red de Yrigoyen es extraordinaria y el 30 de julio en la provincia de Buenos Aires estallan simultáneamente 82 focos revolucionarios que agrupan a más de 8000 radicales bien pertrechados y mejor organizados al mando de Alvear primero, y del coronel Martín Yrigoyen, después. Tras controlar el nudo ferroviario de Temperley, el 8 de agosto toman La Plata donde asume como gobernador el nieto de Manuel Belgrano, Juan Carlos.

Teófilo Saá se hace con San Luis y Mariano Candioti, con sus huestes de abipones y mocovíes controla Santa Fe. El triunfo está tan cerca…

La desilusión

Pero Alem insistió en que Del Valle deponga a Saénz Peña, a lo que el dirigente se negó, al tiempo que presentaba un proyecto de ley para intervenir las provincias sublevadas y llamar a elecciones libres, iniciativa que fue aprobada en el Senado pero fue frenada en Diputados.

Por otra parte, en un exceso de amabilidad, las tropas yrigoyenistas liberaron a Carlos Pellegrini, quien una vez seguro en la capital organizó las fuerzas leales al régimen al tiempo que Roca, que estaba en Tucumán consolidaba un núcleo de resistencia.

Mientras tanto, Aristóbulo del Valle se dirige a Temperley para garantizar la entrega de las armas. Con del Valle lejos, Roca y Pellegrini hacen aprobar los proyectos de intervención federal y designan a partidarios del régimen. Ya no habrá elecciones libres.

La única alternativa era el golpe a cargo de Aristóbulo del Valle apoyado en las bayonetas radicales, a pesar de los pedidos de Alem, su antiguo socio de bufete se niega, renuncia y se va a su casa. Era el 12 de agosto y su cargo será cubierto por el roquista Manuel Quintana.

Pese a que la revolución parecía vencida, dos días después de la renuncia de Aristóbulo del Valle, en Corrientes una revolución radical derrocó al gobernador y constituye un gobierno provisional que resistirá a pesar de la intervención federal a la provincia, un hecho que decidió a Alem a volver a sublevarse y tomar la ciudad de Rosario donde se asentarían las autoridades radicales revolucionarias.

Yrigoyen estimaba que el levantamiento encabezado por su tío era testimonial y sin futuro por lo cual, negó el apoyo del radicalismo de Buenos Aires que el 25 de agosto y por decisión de su comité provincial entregó las armas, una actitud que abrió una brecha no sólo entre tío y sobrino sino en lo más profundo del radicalismo.

“No estamos en Venezuela, donde los golpes de estado los dan sus ministros”, gritó Yrigoyen a su tío que se levantó del asiento para espetarle un doloroso “canalla”.

Pese a las deficiencias organizativas, el movimiento tuvo gran adhesión popular. El 7 de septiembre se sublevaron las tropas asentadas en Tucumán y accedió al poder un gobierno revolucionario encabezado por Eugenio Méndez, mientras que el 24 Candioti vuelve a hacerse con el control de Santa Fe, el mismo día en que Alem llega al Rosario clandestino en un buque de carga y es recibido como un héroe y proclamado “Presidente Provisional de la Nación” ante una multitud.

En medio del entusiasmo, se alistan seis mil voluntarios que, a diferencia de los radicales yrigoyenistas, presentaban una alarmante escasez de armas y municiones. A ellos se les suman buques de la flota surtos en el Paraná..

La alegría duró un suspiro, al día siguiente un ejército al mando de Pellegrini recupera Tucumán y, al otro, cae Santa Fe, mientras que Roca en persona pone cerco a Rosario. Alem decide resistir al punto que el revolucionario Los Andes cañonea a la escuadra gubernamental que remonta el Paraná y hunde al acorazado Independencia y la cañonera Espora.

Con Roca dispuesto a bombardear y Alem a resistir una delegación de mujeres y vecinos le imploran que no exponga a la ciudad, tras lo cual decide abrir la ciudad. 

“Acá nadie se ha rendido, ni nada se ha perdido: cada uno a su casa, guardando bien las armas”, instruye el  1 de octubre a sus seguidores que serán encarcelados por centenares, él mismo permanecerá seis meses cautivo.

Tras la intentona, la UCR se divide entre los rojos de Alem, y los líricos de Yrigoyen. Con el tío estarán todos los grandes nombres. Con el sobrino, sólo un apellido se destaca: Alvear.

En las legislativas de 1894 el radicalismo rescata algunas bancas y Alem resulta elegido diputado nacional. En enero de 1895 Saenz Peña renuncia, y asume el vicepresidente, José Evaristo de Uriburu, al año siguiente muere Del Valle, Alem está cada vez más solo y desilusionado: “Los radicales conservadores se irán con Don Bernardo de Irigoyen; otros radicales se harán socialistas o anarquistas; la canalla de Buenos Aires, dirigida por el pérfido traidor de mi sobrino Hipólito Yrigoyen, se irá con Roque Sáenz Peña y los radicales intransigentes nos iremos a la mismísima mierda”, escribe en 1895,

La muerte

La mañana del 1 de julio de 1896 se presentó fría y lluviosa pese a lo cual el barbado convocó en su casa de la calle Cuyo (hoy Sarmiento), entre Callao y Rodríguez Peña, a un grupo de amigos para discutir temas políticos. La reunión se fijó para el anochecer y allí llegaron sus más leales escuderos: Domingo Demaría, Oscar Liliedal, Adolfo Saldías, Enrique de Madrid, Francisco Barroetaveña y Martín Torino. 

A las 21, se levantó, fue a su dormitorio donde se encontró con Demaría y Barroetaveña, que estaban hablando. Se calzó su sombrero y poncho de vicuña y anunció a las visitas que tenía una diligencia y que volvería enseguida, afuera lo esperaba desde hacía una hora el coche de alquiler 1558 conducido por Martín Suárez llegó a la puerta del domicilio, en la calle Cuyo (hoy Sarmiento), entre Callao y Rodríguez Peña. Tan fatalista en vida, era previsor en los albores del final.

Más tarde contará Suárez que no llevaban 20 metros cuando creyó escuchar un estampido pero no le prestó atención porque en la calle tronaban cohetes festejando a San Juan y San Pedro, además el repiqueteo de los cascos del caballo contra los adoquines, los ruidos callejeros…

Al llegar a la sede del club, en ese entonces funcionaba en Perú y Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen), abre la puerta y lo invadió el olor a pólvora. Alem, enfundado en su traje de muchos usos, raído y pasado de moda, yacía muerto. Su poncho de vicuña como mortaja, las manchas de sangre y el Smith & Wesson de culata nacarada junto a su mano derecha.

El doctor Alem se mató…” como letanía, un socio llama a la policía, el portero José Rodríguez avisa a los progresistas quienes llevan el cuerpo al salón del primer piso y lo depositan en una mesa. Un agujero tras la oreja derecha delata la trayectoria de la bala.

El poncho de vicuña como mortaja, y esa noche fría de llovizna que no deja de caer y la gente que no deja de llegar. El señor de Balvanera se había suicidado. Alem, había muerto. Tenía 54 años. 

“Perdónenme el mal rato, pero he querido que mi cadáver caiga en manos amigas y no en manos extrañas, en la calle o en cualquiera otra parte”, explicaba una nota que llevaba encima y que fue encontrada por el juez de instrucción mientras registraba sus bolsillos.
La prueba de que el hijo del ahorcado quería suicidarse en su casa ante testigos para que certificaran que supo disponer de su  como un hombre.

El resto de la historia la contará una carta que Alem dejó en su dormitorio para Barroetaveña con una instrucción precisa: “Pequeña historia para publicar”

“He terminado mi carrera, he concluido mi misión. Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. ¡Sí, que se rompa, pero que no se doble!

He luchado de una manera indecible en los últimos tiempos; pero mis fuerzas, tal vez gastadas ya, han sido incapaces para detener la montaña… ¡y la montaña me aplastó!

He dado todo lo que podía dar; todo lo que humanamente se puede exigir de un hombre, y al fin mis fuerzas se han agotado… y para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. Entrego decorosa y dignamente todo lo que me queda: mi última sangre, el resto de mi vida. Los sentimientos que me han impulsado, las ideas que han alumbrado mi alma, los móviles, las causas y los propósitos de mi acción y de mi lucha en general, en mi vida, son, creo, perfectamente conocidos. Si me engaño a este respecto, será una desgracia que yo ya no podré ni sentir ni remediar…

Ahí están mi labor y mi acción desde largos años, desde muy joven, desde muy niño, luchando siempre de abajo. No es el orgullo el que me dicta estas palabras, ni es debilidad en estos momentos lo que me hace tomar esta resolución. Es un convencimiento profundo que se ha apoderado de mi alma en el sentido que lo enuncio en los primeros párrafos, después de haberlo pensado, meditado y reflexionado en un solemne recogimiento.

Entrego, pues, mi labor y mi memoria al juicio del pueblo, por cuya noble causa he luchado constantemente.

En estos momentos el partido popular se prepara para entrar nuevamente en acción en bien de la patria. Esta es mi idea, este es mi sentimiento, esta es mi convicción arraigada, sin ofender a nadie. Yo mismo he dado el primer impulso, y, sin embargo, no puedo continuar. Mis dolencias son gravísimas, necesariamente mortales. ¡Adelante los que quedan! ¡Ah, cuánto bien ha podido hacer este partido, si no hubiesen promediado ciertas causas y ciertos factores!

¡No importa! Todavía puede hacer mucho. Pertenece principalmente a las nuevas generaciones. Ellas le dieron origen y ellas sabrán consumar la obra: ¡deben consumarla!”

También dejaría otras dos cartas: “No abandones nunca la senda recta, por grandes que sean los sacrificios que alguna vez esta conducta pueda exigirte”, le pide a su hijo, también llamado Leandro, como él, como el mazorquero. “Te doy un beso en la frente para que la conserves pura. Esa es tu herencia”, se despide. 

A Tomasa, su hermana soltera y a quien tenía a cargo le escribe: “Adiós Tomasa. Perdóname todo cuanto te haya hecho sufrir por mi agitada vida y cuánto te haré sufrir por ésta, mi resolución. El caso era fatal; la situación ineludible. Vivir deprimido o morir (…) si algo me consuela, es esa confianza de que te hablo, de que tú no quedarás abandonada”.

El 3 de julio la lluvia impidió el sepelio. El 4, por última vez saldría don Leandro por la puerta de la calle Cuyo. En un féretro, a pulso, en hombros de su sobrino Hipólito Yrigoyen, Roque Sáenz Peña, Martín Irigoyen, su hijo Leandro, Pereira Rosa y Manuel Ruiz Moreno.

El sepelio fue multitudinario, y allí, en su discurso de despedida, Alvear lo tituló “presidente de los corazones argentinos”. Sus restos descansan en el Cementerio de La Recoleta, en el Panteón Radical, donde también están enterrados Hipólito Yrigoyen, Arturo Umberto Illia y Pelagio Luna. Ahicito nomás de Raúl Alfonsín.

“No desmayen, que hoy más que nunca, la patria necesita del esfuerzo de sus buenos hijos”, no importa cuando lo dijo.