La Argentina del Centenario había encontrado su lugar en el mundo y deseaba contarlo en medio de una serie de fastos inteminables. Eso sí, bajo estricto estado de sitio y con la Ley de Residencia que permitía la deportación inmediata de cualquier extranjero sospechoso de ser un acorde disonante en la sinfonía del Plata como los 70.000 trabajadores que la Federación Obrera Regional Argentina reunió el 1º de Mayo en la plaza Colón donde se lanzó la huelga general por tiempo indeterminado que motivaron detenciones en masa de dirigentes sindicales y de los redactores de los diarios La Protesta y La Batalla.
Nada debería perturbar la paz de una tierra que llevaba medio siglo sin guerras civiles, en pleno apogeo del modelo de división internacional del trabajo y desarrollaba un Estado nacional e instituciones como sus fuerzas armadas, el sistema educativo o los servicios públicos.
Era la Argentina bautizada por Anatole France como el “granero del mundo” y la que lograba que en París se dijera: “Il est riche comme un Argentin!”
En ese 1910 se recibieron visitas como la de la Infanta Isabel de Borbón, La Chata, tía del rey Alfonso XIII de España Pedro Montt, presidente de Chile y Eugenio Larraburu, vicepresidente del Perú y de todos los países que importaban que arribaban en modernos buques de guerra que quedaban surtos en el puerto de Buenos Aires. Solo la inoportuna muerte de Eduardo VII impidió ver el pabellón británico en las aguas del Plata.
También arribaron figuras como Albert Einstein. Ramón del Valle Inclán, Jacinto Benavente, Vicente Blasco Ibáñez -Georges Clemenceau, Jean Jaurès, Anatole France, Rubén Darío, Enrico Ferri, Pietro Gori, Gina Lombroso, Guglielmo Marconi, Isadora Duncan y Marguerite Moreno.
En ese contexto, la monumentalidad siempre fue una suerte de liturgia de piedra que indicaba la decisión de fundar “una nueva y gloriosa nación” para las oleadas de “hombres de buena voluntad que desearan habitar el suelo argentino”. Esos que vomitaban desde la arcaica Europa las terceras clases de los barcos que llegaban a ese puerto del fin del mundo y del principio de la esperanza.
Eran una catequesis de piedra, mármol y bronce que en su mudez le hablaban a una legión de analfabetos en medio centenar de lenguas y dialectos.
Ahí estaban el Congreso, el Colón, el palacio de Tribunales… “¿Cómo hicieron para sacar de la nada esto que se parece a París?”, se preguntaba Einstein.
Los inmigrantes, o al menos los colectivos en los que se agrupaban aquellos que habían prosperado, también quisieron demostrar su gratitud a esta nueva Arcadia “crisol de razas” de prosperidad y lo hicieron, también a través de una monumentalidad que lo demostrara y los perpetuara.
También los hacedores del 25 de Mayo encontraron su lugar en el bronce y la ciudad fue colonizada por una legión de estatuas de poses ideales: Juan José Castelli, de Gustavo Eberlein, en Plaza Constitución; Juan Larrea, de Arturo Dresco, en la plaza Herrea de Barracas; Domingo Matheu, de Mateo Alonso, en la plaza homónima; Mariano Moreno, de Miguel Blay, en la Lorea; Cornelio Saavedra, de Gustavo Eberlein, en la plazoleta entre las avenidas Córdoba y Callao; Miguel de Azcuénaga, de Charles Cordier, en Primera Junta; Juan José Paso, de Torcuato Tasso, y Manuel Alberti, de Lucio Correa Morales, en las plazas que llevan sus nombres.
El monumento a la Primera Junta
Pero faltaba un monumento coral, que los mostrara, juntos, unidos y ese monumento -que sintetiza gran parte de nuestra historia- existió y fue erigido en la ciudad aspiracional de la década del 80: La Plata, la ciudad planificada y científica diseñada para ser capital de la provincia de Buenos Aires tras la federalización del puerto.
Fundada en 1882 por Dardo Rocha, con sus diagonales, que atraviesan el damero perfecto formando pirámides y rombos dentro de su contorno, con bosques y plazas cada seis cuadras exactas, cuadras sin nombre sino con números.
Prevista en el trazado original, formaba un conjunto escultórico pedagógico que conteamplaban, además, un monumento a José San Martín quien sería recordado con un parque en 52 y 25, mientras que los junteros serían homenajeados en la actual plaza de 7 y 52 junto a Bernardino Rivadavia.
Dardo Rocha contrató al escultor Pietro Costa, profesor de la Real Escuela de Bellas Artes de Italia, a quien por 23.000 francos le encargó nueve estatuas en mármol blanco de dos metros cada una, mientras que el diseño del complejo cayó en Lucio Rossi.
La obra tuvo muchas demoras que fueron agravadas por la crisis económica de 1890 y recién en septiembre de 1900 se aprobó ley 2714 para construir el complejo. En 1901 comenzaron los trabajos enmarcados por la permanente pelea entre el escultor y los burócratas que ya anidaban en la ciudad y que terminaron por paralizar la obra. En 1902 caducó el contrato y Giovanola fue remplazado por el milanés Abraham Giovanola. No sabemos si el cesante llegó a cobrar su dinero.
En 1903, volvieron a trabajar y ese mismo año el monumento fue inaugurado. aunque en una versión bastante más parecido a un ensamble que a un conjunto monumental.
Las pocas imágenes que quedan nos muestran a los nueve junteros rodeando una columna jónica que eleva a la Libertad. Con 20 metros de altura, 16 de ancho y rodeado por escalinatas, los días de fiesta a la vera de cada prohombre se colocaba una bandera argentina.
La obra fue muy criticada. El senador Tomás López Cabanillas afirmó que tenía “algo del cementerio de don Juan Tenorio”.
La columna principal estaba realizada en mampostería, en vez de granito, mientras que la imagen de la libertad con sus cuatro metros de altura era de barro cocido. Además, todas las estatuas tenían la misma altura. Parecía más una exhibición de maniquíes que una reunión de patriotas.
El proyecto original de Rossi presentaba un complejo más pequeño, de 14 metros de alto por 10 de ancho, pero más detallado y con mejor calidad. La Libertad, era, originalmente, la República y estaba prevista en bronce y sedente en un trono, con una lanza de tacuara en una mano y la constitución en la otra. A sus pies, la palabra Democracia y un escudo lateral. Debajo de ella, el tradicional Sol de Mayo y los miembros de la Primera Junta de Gobierno.
Además, mientras Giovanola construyó una base escalonada de casi 360° con accesos principales, Rossi proponía un ingreso principal de cara a Cornelio Saavedra, con los otros miembros de la junta desde laterales perimetrales abalconados.
Perpetrado el esperpento, le encargaron a Rossi la puesta en marcha de un maquillaje para la obra. Fue así que introdujo capiteles y ornamentos alegóricos en la columna, agregó un escudo nacional y sumó el Sol de Mayo al pie de la Libertad. No alcanzó.
El 21 de abril de 1913 la legislatura aprobó la ley 3469 que establecía el reemplazo del monumento a la Junta por el de San Martín. Los junteros serían separados y resguardadas hasta que se reconstruya el complejo con motivo del centenario del 9 de julio, la independencia de la patria.
Nunca se hizo…
¿Y las estatuas?
Si bien se había dispuesto que las nueve figuras sean resguardadas hasta que el monumento encontrase querencia, alguien pensó que arrumbarlas era un desperdicio y propuso distribuirlas por las plazas platenses. Tampoco fue tan sencilla la cosa.
El primer presidente patrio, Cornelio Saavedra, fue trasladado al parque que lleva su nombre en 13 y 66 donde descansa rodeado de palmeras. Su secretario, el ubicuo Juan José Paso, tuvo su lugar en su propia plaza de 13 y 44 donde llegó en 1920. Ese mismo año, pero en 1 y 66, le hicieron una plaza a Domingo Matheu.
Para Manuel Belgrano, el de los tristes destinos, habían previsto un espacio en 13 y 38. Los expedientes se acumularon y su imagen fue de depósito en depósito hasta que alguien la rescató y la mudó a Ensenada donde tiene su propia plaza.
A Juan Larrea, el avaro, nadie lo consideró merecedor de un espacio verde con su nombre. Como el errante fue de galpón en galpón hasta que un vecino decidió que quedaría bien en Berisso, más precisamente en la rambla de la avenida Río de Janeiro y Montevideo.
A otro de triste destino, Mariano Moreno, todo indicaba que tendría su espacio en la plaza que lleva su nombre, enfrente del palacio municipal. Pero siendo Moreno. alguién pensó que debía reposar lejos y lo mandó a coronar su plaza homónimo en el pueblo de San Vicente donde si bien no hay mar, tiene una laguna. Recién en 1999 La Plata tuvo su Mariano Moreno pero bronce, no de mármol.
Otro desterrado fue el sacerdote Manuel Alberti a quien le dedicaron un parque en 25 y 38 pese a que desde 1927 corona la plaza General Arias del partido del noroeste bonaerense que lleva su nombre.
Por su parte, pese a tener su plaza 19 y 44, el general Miguel de Azcuénaga se negaba a aparecer hasta que el investigador Juan Greco la encontró olvidada en un depósito de Junin desde donde fue al Museo Municipal de Arte. Alli oficia de portero engalanada frente a unas puertes.
Finalmente, la escultura de Juan Josè Castelli, el otro jacobino de triste destino, estuvo extraviada, hasta que otra, otra vez, Juan Greco, logró dar con ella: coronaba la plaza Granadero Baigorria de la ciudad de Los Toldos donde fueron reservadas las lanzas del mapuche Colique y nacería María Eva Duarte.
Como una paradoja de múltiples significaciones, la Libertad se perdió durante la demolición.
El mausoleo de Mayo
No sólo la capital provincial quiso honrar la gesta maya, en Buenos Aires, la Reina del Plata, no podía ser menos y empezaron a maquinar en erigir un monumento icónico que, además, reemplazara el único testimonio que recordaba esos sucesos: la modesta Pirámide de Mayo que siquiera es pirámide sino, apenas, un modesto obelisco de mapostería y barro que recordaba el origen aldeano de la ciudad que los europeos admiraban.
Fue así que muchos empezaron a plantear la necesidad de reemplazar el monumento que desde 1811 engalanaba la Plaza de Mayo despojada de su recova y avencindada a un cabildo que era un conjunto ruinoso en medio de la pujanza de la civilización.
Para poner las cosas en orden, en 1907 se lanzó un concurso, al que se presentaron 74 maquetas, que fueron exhibidas en la Sociedad Rural de Palermo entre abril y mayo de 1908. La idea original era seleccionar cinco como ganadores y, entre ellos, elegir uno para la plaza de la patria,
Entre ellas, sólo una argentina: el Arco de Triunfo de Rogelio Yrurtia, cuyas lineas modernistas provocaron la primera, pero no última de las polémicas del proyecto, Esta se dio entre Atanasio Iturbe, director de Obras Públicas muicipal que sostenía que el proyecto no cumplía “los requisitos establecidos, mientras que el titular del Museo Nacional de Bellas Artes, Eduardo Schiaffino, defendió a Yrurtia. Salomónico, Emilio Mitre definió: Yrurtia no estaría entre los cinco, sería el sexto al mismo tiempo de alargaba la lista de obras galardonadas a seis. Vanitas, vanitatum…
En 1909 llegó el momento de la votación final a la que llegaron los proyectos de los italianos Gaetano Moretti y Luigi Brizzolara y los belgas Jules Lagae y Eugenio D’Huicque. Empatados en votos, el presidente de la comisión, Marco Avellaneda, saldó a favor de la dupla peninsular.
El monumento con el que Argentina asombraría al mundo para 1910, sólo era una piedra fundamental, una de las primeras, tal vez, de un largo rosario.
Pero no había problemas. aún quedaban seis años para 1916, el otro centenario, el de la Independencia, total, quién podría con la opulenta Argentina de los conservadores. Ahora se hablaba del monumento a la Independencia y la Revolución.
Entonces llegó la lluvia de expedientes a cargo de la Comisión del Centenario, que se había reservado el derecho de introducir cambios. El primero fue la solicitud de que las esculturas en vez de realizarse en mármol de carrara fueran labradas en bronce, luedo de que los materiales fueran nacionales, la logística, que…
Sólo había un acuerdo: demoler la modesta pirámide de barro y paja, hasta que a un iluminado se le ocurrió conservarla conservarla pero recuperando su aspecto primitivo, es decir deshaciendo las modificaciones que había introducido Prilidiano Pueyrredón en 1857.
Si bien salvar el humilde recuerdo de Mayo, ésto obligó a trasladarla entera al centro de la plaza y agregar al majestuoso monumento una cripta interior para albergarla, porque tampoco fuera a ser que le hiciera competencia, la cosa es que esta decisión sumaba altura al conjunto y dificultades a la ingeniería.
A fines de 1910, el terreno estaba listo, pero nuevos desacuerdos sobre los materiales retrasaron la cimentación hasta 1912 recién ese años se realizó la fundación y el traslado de la pirámide. Ya parecía estar todo listo.
Pero en ese momento, la comisión se disolvió al quedarse sin presupuesto y fue necesario apelar al congreso para que apruebe uno nuevo. En ese momento, el pétreo orden conservador se conmovía no ante las hordas anarquistas, sino a causa de la chusma radical liderada por Hipólito Yrigoyen quien, finalmente, sería electo presidente de la Nación en 1916 y al que los monumentos le importaban bastante poco.
En 1921 se rescindió el contrato para erigir el monumento Pro Patria et Libertate, tal vez el único que con sólo una piedra puesta, la fundacional, tuvo un alto grado de popularidad y protagonizó postales, estampillas, revistas, y publicidades.
Sólo nos quedan dos recuerdos: la incomprensible curva que hace el subte A en su llegada a la estación Plaza de Mayo para esquivar los cimientos y el destino de la obra derrotada en ese desempate, el proyecto de los belgas Lagae y D’Huicque que hoy se yergue orgulloso en la plaza de los dos Congresos.