11 marzo de 2001, hace ya dos décadas, los talibán hacían estallar los erguidos Buddhas de Bamiyán, los vigilantes de la ruta de la seda durante quince siglos, herederos de los generales de Alexandros y ante los que Gengis Kan sintió respetuosa reverencia.
Lo que el viento que sopla paciente desde el inicio del tiempo no pudo, lo pudo la fomentada y cultivada estupidez de las madrasas wahabitas financiada por por los petrodólares de los festejados jeques que coleccionan todo aquello que desean, incluso, hasta la pasión sagrada del fútbol.
Dos colosos, de 55 y 38 metros, respectivamente que fueron demolidos desde lejos pues los herederos de los pashtunes que no temen a las balas que los llevarán al Paraíso, tiemblan ante los hechizos que puedan albergar esos vigías del centro de Afganistán que fueron erigidos antes del nacimiento del Profeta.
Los Buddhas fueron las primeras víctimas de un edicto de febrero de 2001 del antiguo líder talib, el mullah Omar, en el que llamó a la Jihad, la guerra santa, contra los ídolos meras rocas que recreaban a falsos ídolos a los que no había por qué preservar pese a las súplicas internacionales. Así comenzó una oleada de destrucción dirigida especialmente a los restos preislámicos.
Durante su primera estancia en el poder, entre 1996 y 2001, los talibán destruyeron miles de obras de arte y saquearon yacimientos arqueológicos.
Veinte años después, ordenaron a sus combatientes preservar y proteger los lugares históricos del país: “Afganistán es un país repleto de antigüedades que forman parte de nuestra historia, identidad y rica cultura (…) Por lo tanto no se permite a nadie, en ningún lugar, excavar, transportar ni vender reliquias históricas, ni moverlas fuera”, dice el escueto y ambiguo comunicado.”.
Algunos hablan de la necesidad de canalizar fondos, otros de un incipiente ‘turismo arqueológico’, muchos de un lavado de cara del régimen. Lo cierto es que muchos arqueólogos, historiadores y empleados de museos recibieron mensajes de los talibán que los acusan de colaborar con organizaciones internacionales, lo que en lenguaje wahabita implica casi una fatwa, una condena a muerte.
Ocho apellidos musulmanes
Abd al-Rahmán ibn Muhámmad, conocido por nosotros como Abderramán III, merecedor del sobrenombre de al-Nāir li-dīn Allah, ”aquel que hace triunfar la religión de Dios” fue el octavo y último emir independiente y primer califa omeya de Córdoba, la ciudad andaluza donde nació en el 891.
Su califato marcó el esplendor de los ocho siglos de hegemonía y presencia musulmana y un ejemplo de convivencia entre los Pueblos del libro: judíos, cristianos y musulmanes.
El padre de Abd al-Rahmán, Muhámmad, también nació en Córdoba, y su abuelo Abd Allah I, y el padre de éste otro que se llamaba Muhámmad. El tatarabuelo, Abd al-Rahmán II, no ese no nació en Córdoba, sino en Toledo, la sede arzobispal, pero su padre Abū al-‘Āṣ al-Hakam ben Hišām, también era cordobés.
Como si fuera poco, por las venas de Abderramán había sangre vascona: su abuela Onneka y su madre, Muzna, eran vascas, al igual que Maryam, una de sus esposas, con quien tuvo a Alhakem I.
En 2019, la primera medida del nuevo gobierno del ayuntamiento zaragozano de Cadrete, un pueblo de 3.000 habitantes, surgido a la sombra del castillo mandado a construir por el califa durante el siglo X,, fue retirar un busto de Abderramán III que se encontraba en la plaza del pueblo.
La medida se ejecutó por orden del vicealcalde y encargado de Urbanismo, Jesús García Royo, del partido ultraderechista Vox y fue parte del precio que esta formación xenófoba puso para facilitar los votos necesarios para que el Partido Popular acceda a la silla del alcalde que, hasta entonces, ocupaba un socialista.
Según Vox ,el busto fue “motivo de división y enfrentamiento entre los vecinos” y sostuvieron que en la plaza “deben colocarse símbolos con los que todos los vecinos nos sintamos identificados”.
Por otro lado, desde la oposición calificaron la medida como “una muestra de racismo y xenofobia que denota falta de cultura”. y que se trata de “una muestra de la intolerancia y negación de la historia” .
El busto ya había sido vandalizado durante una madrugada de 2016, ahora es el Estado el que lo arranca. Vox también cambió el nombre del centro sociocultural local. Ya no se llama más Abderramán III, ahora fue bautizado con el insulso Centro Cadrete.
Desde sus orígenes en el siglo VIII Cadrete estuvo habitado por musulmanes, hasta 1610, cuando fueron expulsadas 1.020 personas censadas.
Abderramán III construyó la Medina Zahara, setenta bibliotecas y una universidad, una escuela de medicina que marcó el canon del arte de curar durante siglos, y una escuela de traductores para preservar y facilitar las obras de los clásicos.
La venganza de los necios
En estos días, un grupo de diputados presentó un proyecto de ley para sancionar civil y penalmente a quienes nieguen o reivindiquen los delitos de lesa humanidad, de guerra, desconozcan la soberanía argentina sobre las Malvinas, y menosprecien las políticas de salud pública que pongan en riesgo la vida en un marco de pandemia, como el actual por coronavirus.
Las penas contemplan la inhabilitación para ejercer cargos públicos durante el doble de la condena que hayan recibido por haber tenido estas conductas negacionistas, según se determina en el proyecto.
Anunciado en un castellano de lesa sintaxis y con un desconocimiento que pareciera premeditado, la iniciativa que se difundió por el aparato estatal está firmada por varios inertes legisladores más preocupados por el adjetivo que por el verbo.
Según el proyecto, quién realice esas acciones “será obligado, a pedido de las víctimas de tales delitos y/o de quienes vean afectado un interés legítimo, a cesar en su conducta y a reparar el daño moral y material ocasionados”.
Los diputados firmantes sostienen que el proyecto busca sancionar conductas públicas negacionistas e incluso apologistas de delitos que “violan y ofenden la conciencia jurídica universal y el Pacto social y democrático de argentinos y argentinas”.
La necesidad de defenderse del otro
Distintos tiempos, diferentes tierras, diversas culturas, y una misma hoja de ruta: la cancelación del otro. La devoción por intervenir en el pensamiento del otro.
Un sólo denominador común: el miedo a la diferencia.
Y un hilo conductor que ya no es casualidad, sino por diseño. Quienes perpetran estas iniciativas son seres limitadísimos, unidimensionales, de una linealidad que asombra hasta el espeluzno..
Es la venganza de los inútiles y de los fanáticos: porque en el fondo saben que sólo su fanatismo es lo único que les da algún valor.
A esta altura resulta evidente que, para ciertos intereses, prejuicios y paranoia son operaciones intelectuales loables: uno ordena toda la información a priori; otro cierra el paquete a posteriori sin que quede ni un cabo suelto.
“Prejuicios y paranoia”, pareciera que se gritan encima, a modo de consigna, quienes, por miedo a asomar del abrigo que le proporcionan los mínimos límites de su estrecha mismidad, se resisten a pensar y a pensarse.