6 de septiembre de 1906
No hacía una semana que Federico había muerto cuando Hortensia sintió esas contracciones que anticipaban el nacimiento de su hijo en tierras lejanas, más allá del mar que habían cruzado para intentar salvar la vida de su marido. El niño fue, obviamente, bautizado como Federico aunque para diferenciarlo del padre decidieron anteponerle el Luis. Ése 6 de septiembre nacía Luis Federico Leloir, el tercer Nóbel argentino.
“La bioquímica y yo nacimos y crecimos casi al mismo tiempo. Antes del comienzo del siglo, algunos químicos orgánicos y fisiólogos habían establecido las bases de la bioquímica.
En 1906 aparecieron dos revistas que trataban el tema, la Biochemische Zeitschrift y la Biochemical Journal. La revista Journal of Biological Chemistry había comenzado a publicarse sólo un año antes... Otro hecho importante (desde mi punto de vista) ocurrió en 1906. Fue mi nacimiento en París, Avenida Victor Hugo 81, a pocas cuadras del Arco de Triunfo”, contará el protagonista en un breve ensayo autobiográfico al que tituló Allá lejos y hace tiempo.
De origen patricio, los Leloir descendían del primer cónsul francés en las Provincias Unidas y por la rama materna de los Sáenz Valiente y los Pueyrredón. Por vía materna, entroncaba con Manuel Hermenegildo de Aguirre, protagonista del reconocimiento de la independencia `por parte de los Estados Unidos en 1817. Además, Hortensia era tía de Victoria y Silvina Ocampo.
Dos años después, regresó a la patria para vivir junto a sus ocho hermanos en las tierras familiares del Tuyú: 40 000 hectáreas que abarcaban la costa atlántica desde San Clemente hasta el Ajó. “Aprendió a leer solo. Tendría unos cuatro años. Él se tiraba de barriga en el suelo y hojeaba los diarios. Nos asombró”, recordaba su hermana Marta.
El primer año del secundario lo dio libre en la Escuela General San Martín, le siguieron colegio Lacordaire, el del Salvador y el obligatorio viaje a Europa. Allí estudió en el Beaumont College inglés e inició sus estudios de arquitectura en el Instituto Politécnico de París, carrera que abandonó al cabo de un año. Hasta ese entonces era un estudiante promedio de notas aceptables que pudo volverse millonario por un azar gastronómico.
Devoto de las gambas, en 1925 mientras almorzaba en la terraza del restorán marplatense Ocean, frente a la por entonces exclusiva Playa Grande, pidió langostinos que vinieron acompañados de la canónica mayonesa. Aburrido de ese maridaje, pidió al mozo que le arrimara los condimentos y aderezos que pudiera. Provisto de ingredientes, comenzó a hacer mezclas y pruebas hasta que de la amalgama de mayonesa con ketchup, tabasco y orégano parió la salsa golf. “Pude ser millonario por un invento muy sencillo, pero no lo patenté”, se lamentaba.
Tras la aventura europea, ingresó a la facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires donde tuvo que rendir cuatro veces el examen de Anatomía, hasta que en 1932 logró el título, tras lo cual inició su residencia en el Clínicas, primero, para, luego, pasar como interno al Ramos Mejía.
“Nunca estuve satisfecho con lo que hacía por los pacientes. Volviendo la mirada sobre aquellos tiempos, me doy cuenta cuán profundamente ha cambiado la medicina desde entonces. El tratamiento médico en esos días sólo era un poco mejor que aquel ejemplificado en el cuento francés en el cual el doctor ordenaba: ‘Hoy vamos a sangrar a todos los que se encuentran del lado izquierdo de la sala y vamos a dar un purgante a todos los que se encuentran del lado derecho’… Los antibióticos, drogas psicoactivas y todos los agentes terapéuticos nuevos eran desconocidos. No era por lo tanto extraño que, en 1932, un joven médico como yo, tratara de unir esfuerzos con aquellos que querían adelantar el conocimiento médico”, justificaba a la hora de explicar su adiós a los pacientes.
La investigación, la vida como método
Un azar familiar puso en su camino a Bernardo Houssay, futuro ganador del Nobel de Medicina en 1947, quien dirigió su tesis doctoral acerca de las glándulas suprarrenales y el metabolismo de los hidratos de carbono, un trabajo que completó al cabo de dos años y que fue premiada como mejor trabajo doctoral. En el proceso, Leloir se percató de su necesidad de profundizar en materias como física, matemática, química y biología.
“Mi ignorancia en química era insondable”, admitió sobre esa falencia que comenzó a solucionar mediante la asistencia como ‘alumno oyente’ a clases de esas asignaturas en la facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA.
En 1936 retornó a Inglaterra para perfeccionarse en Cambridge, tutelado por Frederick Gowland Hopkins, Nobel de Medicina en 1929 y ‘descubridor’ de las vitaminas. En el laboratorio de bioquímica de esa universidad comenzó a trabajar en enzimología y en el metabolismo de los carbohidratos, especialidad a la que dedicaría su vida.
“Supongo que el factor más importante fue recibir un grupo de genes que dieron las habilidades negativas y positivas requeridas. Entre las habilidades negativas podría mencionar que mi oído musical era muy pobre y por lo tanto no podía ser compositor, ni músico. En la mayoría de los deportes era mediocre, por lo tanto esa actividad no me atraía demasiado. Mi falta de habilidad para la oratoria me cerró las puertas de la política y el derecho. Creo que no podía ser un buen médico, porque nunca estaba seguro del diagnóstico o del tratamiento. Estas condiciones negativas estaban acompañadas presumiblemente de otras no tanto, gran curiosidad por entender los fenómenos naturales, capacidad de trabajo normal y subnormal, una inteligencia corriente y una excelente capacidad para trabajar en equipo”, cuenta en su autobiografía.
De retorno en Buenos Aires, volvió a investigar en la UBA hasta 1943 cuando renunció a su cargo en solidaridad con su mentor, Bernardo Houssay, al que el régimen militar surgido tras el golpe de estado del 4 de junio de ese año había exonerado tras firmar una carta de repudio al nazismo y que pedía “normalización constitucional, democracia efectiva y solidaridad americana”. El presidente era Pedro Pablo Ramírez.
“Houssay me ayudó mucho. No sólo hacía el trabajo mental sino que también llevaba a cabo la mayoría de las adrenalectomías en perros. Houssay realizaba diariamente sus rondas en el Instituto y a menudo dejaba mensajes en trozos de papel. Fue aparentemente a través de él que aprendí a ser económico. Aún ahora usualmente escribo manuscritos sobre hojas ya usadas de un lado. La gente joven es actualmente derrochadora y escandalizaría tanto a Houssay como a mí”, explicará en su autobiografía.
Sin trabajo y vetado, partió rumbo a Estados Unidos donde ocupó el cargo de investigador asociado en el departamento de Farmacología de la Universidad de Washington, que estaba a cargo de Carl y Gerty Cori, el matrimonio de científicos con quienes Houssay compartió su Nobel.
Antes de volar hacia Estados Unidos se casó con Amelia Zuberbühler a quien había conocido en un casamiento y con quien se había reencontrado dos años después -en 1942- durante una vacación marplatense.
“Tal vez fue un novio como todos pero para mi, como ninguno. Admiré desde el primer momento su carácter templado, suave. Admiré y admiro su serenidad, su inquebrantable voluntad, su contracción al laboratorio. Nunca se altera. Diría que casi nunca se enoja.
Cuando algo le disgusta se pone colorado y calla. En casa jamás habla en términos científicos. Le gusta leer novelas policiales. Los domingos -y esto es casi una tradición- vamos al cine. Le entretienen mucho las películas de cow-boys. Y a mi tambien.
Otras veces salimos a cenar a casa de amigos o a algún lugar. Y recordamos cosas, muchas cosas…”, idealiza, durante una entrevista a un periodista español, Amelia a su esposo con quien tendrá cuatro hijos.
En 1945 regresó a Argentina para trabajar junto a Houssay en el Instituto de Biología y Medicina Experimental que funcionó en un subsuelo de la facultad de Medicina.
Con más ingenio que recursos, los finales de los 40 lo encontraron refutando a Luis Pasteur quien había sostenido que para estudiar una célula era imposible disgregarla del organismo que la albergaba. Sus estudios sobre las rutas químicas en la síntesis de azúcares en levaduras demostraron lo contrario.
“Solía reparar y hasta construir equipos que necesitábamos. La primera vez que lo vi lo confundí con un ordenanza; estaba sentado en el piso de la cocina arreglando una canilla y le pregunté si sabía donde ubicar a Leloir”, rememora Alejandro Paladini, miembro de su equipo.
“Podía hacerlo porque no necesitaba ganarme la vida con la medicina. Mis abuelos vinieron a la Argentina, algunos de Francia, otros de España, y compraron tierras cuando eran baratas pero aún inseguras, debido a las incursiones de los indios. Más tarde estas tierras produjeron los cereales granos y ganado que trajeron riqueza al país y a los pioneros que las trabajaron. Estas circunstancias me permitieron dedicarme a la investigación, cuando era muy difícil o imposible encontrar una posición de tiempo completo para ella”, contaba.
En 1947, y junto con Ranwel Caputto, Enrico Cabib, Raúl Trucco, Alejandro Paladini, Carlos Cardini y José Luis Reissig, descubrió por qué el riñón enfermo impulsa la hipertensión arterial, y, además, lograron aislar la uridina difosfato glucosa lo que les permitió entender cómo se almacenan los carbohidratos para transformarse en energía de reserva.
“Lo cierto es que no tuvimos, por ejemplo, una centrífuga refrigerada durante mucho tiempo y que, desde luego, todos los descubrimientos básicos sobre los nucleótidosazúcares se hicieron sin utilizar materiales radioactivos. La biblioteca, toda ella aportada por Leloir, era excelente y se complementaba muy bien con la del Instituto del Dr. Houssay, que era vecino nuestro […] Leloir llegaba en su auto y descendía siempre cargado; su comida, las revistas nuevas y canastas llenas de frascos policromos y heterogéneos recolectados en la familia (sostenía que les resultaban más útiles que los convencionales porque le impedían equivocarse de reactivo; así fue como un frasco de perfume ‘Flor de Loto’ alojó durante años un solvente que acabó siendo crucial para purificar nucleótidos”, desgrana Paladini en sus recuerdos.
Al año siguiente, su equipo identificó los azúcares carnucleótidos y explicó su papel en el metabolismo de los hidratos de carbono, un hallazgo que le valió al instituto el reconocimiento mundial y, a él, el Premio de la Sociedad Científica Argentina.
En ese tiempo -y alegando su exceso de edad- Houssay es desplazado de la dirección de Fisiología por lo cual debieron mudar nuevamente de laboratorio. Recordaría Leloir: “Si las instalaciones y el equipo eran pobres en la facultad, las del laboratorio al cual nos mudamos eran desastrosas. Este laboratorio era el Instituto de Biología y Medicina Experimental, que funcionaba en la calle Costa Rica como institución privada, creada cuando Houssay fue removido de su cargo por primera vez. Allí teníamos un cuarto, una heladera y unas pocas pipetas. Las facilidades de trabajo eran realmente malas pero éramos jóvenes, entusiastas y teníamos esperanza en el futuro.”
Investigar, una forma de vivir
Houssay aportó parte del premio monetario que traía consigo el Nobel y el resto corrió por cuenta del empresario textil Jaime Campomar que era cuñado de Cardini quien le había hablado -a instancias de Paladini- acerca de la importancia de la investigación bioquímica. Campomar aportó “100.000 pesos anuales, una donación muy generosa. Con ella instalamos el laboratorio, adquirimos equipo y pagamos algunos sueldos”, recordaba Leloir, designado flamante titular de la entidad.
La muerte de Campomar -en 1957- dejó al instituto sin recursos. “Antes de dispersarnos, jugamos nuestra última carta y pedimos un subsidio al Instituto Nacional de la Salud de los Estados Unidos”, recordaba Leloir quien ya había declinado ofertas de la Fundación Rockefeller y del Hospital General de Massachusetts que le ofrecieron cargos y cátedras.
Por fortuna, el Instituto Nacional de Salud estadounidense y la Rockefeller decidieron financiar sus investigaciones. “No tuvimos ayuda local hasta la creación del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas)”, se lamentaba al recordar que “ni siquiera llegamos a discutir la posibilidad de conseguir un subsidio nacional”.
En 1958, el decano de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, Rolando García, creó el Instituto de Investigaciones Bioquímicas de su facultad en el cual se nombró como profesores titulares a Leloir, Cardini y Cabib. El prestigio del instituto y sus integrantes atrajo a investigadores y becarios de Estados Unidos, Japón, Inglaterra, Francia, España y América Latina.
Leloir combinaba la docencia y el laboratorio con sus estudios. En esas épocas viajó a Cambridge y a Estados Unidos para seguir aprendiendo. En tanto, mientras el instituto sufría sus dificultades de financiamiento que solucionaban con ingenio criollo, comenzaron a investigar el proceso de transformación que se produce en el hígado por el cual la glucosa que recibe se transforma en glucógeno, -nuestra reserva energética- y logró, junto a Mauricio Muñoz, oxidar ácidos grasos con extractos de células hepáticas.
Ya era una figura internacional. En 1966 fue premiado en Canadá por la fundación Gairdenr: al año siguiente recibió el premio Louise Gross Horwitz de la universidad estadounidense de Columbia. En 1968 obtuvo el premio Benito Juárez del gobierno de México, el honoris causa de la Universidad Nacional de Córdoba y fue integrado a la Pontificia Academia de las Ciencias del Vaticano y en 1969 fue nombrado miembro honorario de la Sociedad Bioquímica de Inglaterra.
La química del Nobel
Esos galardones fueron la antesala del premio Nobel de Química que recibió en 1970 y que lo rondaba desde fines de los 50. Luis Federico Leloir fue el primer iberoamericano en obtenerlo.
Uno de los asistentes de Leloir, Enrique Belocopitow, recuerda que cuando se enteraron del galardón “se brindó con champán, pero en probetas” y admitió que “estaba desbordado, pero trató de disimularlo”.
José Manuel Olavarría, ex investigador del instituto precisó que el Nobel “le significó una seria preocupación porque temía que su notoriedad lo obligara a pasar muchas horas frente a las cámaras, o recibiendo gente. Decía que tenía miedo de llegar a la extinción por la distinción”.
“Todos me felicitan, y lo agradezco. Pero lo que descubrí es inexplicable para la gente común: nadie lo entendería. Y tampoco conquisté un planeta: apenas avancé un paso en una larga cadena de fenómenos químicos”, se justificaba tras el logro del galardón que le fue anunciado el 27 de octubre de 1970.
La ceremonia de entrega fue en la capital sueca, Estocolmo, el 11 de diciembre de 1970. Allí, ante Gustavo VI Adolfo por la Gracia de Dios, Rey de Suecia, de los godos/gautas y los vendos. admitió que “quienes en realidad merecen el premio son mis colaboradores: Carlos Cardini, Ranwel Caputto, Alejandro Paladini y Raúl Trucco, más el grupo de investigadores del Instituto, integrado por 33 personas. A ellos debo yo este premio. No es por mérito propio, ya que represento sólo la centésima parte de las tareas de investigación. Soy nada más que el representante”.
Ese señor enjuto y de guardapolvo gris pasó a ocupar las tapas de diarios y revistas y el público se asombró al ver la foto que descubría a esa eminencia desconocida que usaba una silla de paja brava del Delta atada con piolín para impedir su descuajeringue definitivo, aunque él desmintió el mito de los piolines: “Yo mismo cambié los piolines de mi silla por alambres, porque de lo contrario tenía que trabajar parado”.
“Lo que hice es difícil de entender…. Es sólo un paso de una larga investigación. Descubrí (no yo: mi equipo) la función de los nucleótidos azúcares en el metabolismo celular. Yo quisiera que lo entendieran, pero no es fácil explicarlo.Tampoco es una hazaña: es apenas saber un poco más”, intentaba explicar en las revistas de peluquería. que se asombraban porque usaba un fitito chúcaro y asmático que solía arrancar a empujones.
Los ochenta mil dólares del premio los donó al Instituto Campomar para poder continuar investigando. “Leloir jamás cobró sueldo de la Fundación, y en varias ocasiones nos enteramos que nuestro sueldo como becarios lo pagaba él”, recalca Echeverría.
Su proverbial bajo perfil tuvo un aliado impensado. A los pocos días del Nobel, un Carlos Monzón raquítico y desconocido noqueaba en duodécimo asalto en el romano Palazzo dello Sport al italiano Nino Benvenutti y se alzaba con el cinturón de campeón mundial de peso mediano de la Asociación y el Consejo Mundial de Boxeo. El ego argento, de parabienes entre el campeón y ese científico tan poco argentino devoto de las películas “del oeste y de espionaje”, que atesoraba una foto autografiada de autógrafo de Carlito Balá,que sólo fumaba si lo convidaban, y que, a veces, se permitía un vaso de vino.
Quienes lo acompañaron recuerdan que nunca quiso tener una oficina propia y que propuso que la mesa de la sala de reuniones fuera redonda para no tener que ocupar la cabecera.
El médico tucumano César Chelala recuerda que era capaz de leer en el espectrofotómetro más de 200 tubos con reactivos si veía que la persona encargada de hacerlo no se encontraba con la energía necesaria.
En ese sentido, Paladini confesó que cuando no sabía cuánto tiempo podría demorarse un visitante, usaba “un timer cuyo timbre le servía de pretexto para dar por finalizada la reunión. Decía que tenía que ir a retirar un experimento, para volver rápido a sus ocupaciones”.
“No me disgustan los periodistas pero a veces insisten en meterse en mi vida privada o, por desconocimiento científico, hacen preguntas que no pueden ser contestadas”, se disculpó Leloir.
Tras el logro, se dedicó al estudio de las glicoproteínas y logró determinar la causa de la galactosemia, una enfermedad que se manifiesta en la intolerancia a la leche a causa de transformaciones bioquímicas de la lactosa, el seguimiento de esos cambios se conoce como la ruta de Leloir.
“Todos eran muy inteligentes y diligentes. Nos divertíamos mucho con nuestro trabajo. Después de experimentos exitosos, yo solía decir: ‘Ven, nada puede resistir la investigación sistemática’’. Pero después de experimentos fracasados, me veía cansado y deprimido y (Juan Carlos) Fasciolo se burlaba de mí diciendo: ‘Ves, nadie puede resistir la investigación sistemática’”.
Paladini, contará que fue recibido en la sede del instituto por una frase impresa en la pared que advertía: “No existen problemas agotados, solo hay hombres agotados por los problemas”.
El mismo Leloir explica cómo se producen los avances en materia de conocimiento : “El crecimiento del conocimiento ocurre a pequeños saltos y por ello parece continuo. Los grandes saltos son muy poco frecuentes. Las nuevas ideas e inventos se les ocurren a personas que están pensando constantemente en un problema. Este pensamiento tiene que producir una gran preocupación y hasta puede volverse doloroso. Entonces, de repente o quizás como consecuencia de algún pensamiento inconsciente, la solución aparece”.
Esa concepción lo llevó a profesar el agnosticismo: “No es que no crea en Dios. Es sólo que no está demostrado. Mientras no me demuestren lo contrario, seguiré pensando que no existe. Es un poco una deformación profesional”, se excusaba al mismo tiempo que abjuraba de mesianismos al quejarse de que “los argentinos siempre esperamos un mesías que nos salve, queremos ganar todos los campeonatos de fútbol, y creemos en cualquier cosa: el caso de la crotoxina lo demuestra”.
Sin embargo, Paladini recuerda el pesar de Leloir por “no haber hecho un descubrimiento que ayudara tecnológicamente a la Argentina”.
“El país no puede seguir confiando sólo en sus riquezas naturales. Hubo un cambio muy grande desde que la fuente de riqueza pasó de los campos a las fábricas, y desde ellas hasta los descubrimientos científicos”, sostenía.
Trabajar para vivir
Su rutina era casi monacal: se levantaba 7.30, experimentos de 9 a 16.45, tiempo durante el cual bebía mate cocido y comía los dos sandwiches y dos huevos duros que se llevaba desde su casa, limpiar su mesada, salir a las cinco en punto hacia su hogar llevándose material de lectura. La rutina se repetía de lunes a sábado. Sólo se permitía dos feriados: 25 y 31 de diciembre.
Declarado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1984, en 1982 el gobierno francés le otorgó la Legión de Honor y fue galardonado con el Konex de Brillante a la Ciencia y Tecnología en el 83.
En 1984, a propósito del premio Nobel de Medicina otorgado a César Milstein, Leloir afirmó que si bien había sido el reconocimiento a una carrera brillante no sabía “si los argentinos debemos ponernos contentos o tenemos que lanzarnos a llorar. No sé si realmente es un día de fiesta para nosotros o si es un día negro. Sirve para que reflexionemos porque lo cierto es que, aunque lo intentó, no pudo trabajar en la Argentina.”
Un ataque cardíaco lo mató el 2 de diciembre de 1987. Tenía 81 años y recién llegaba a su casa. Volvía del laboratorio donde estuvo trabajando.
Al día siguiente fue sepultado en el cementerio de la Recoleta en una jornada que fue declarada por el presidente Raúl Alfonsín de duelo nacional en homenaje al hombre que sólo temía a tres cosas: “La prepotencia, la soberbia y la estupidez”.