Es patente el conflicto político actual sobre la composición del Consejo de la Magistratura. La creación de esta institución se dispuso, por reforma constitucional del año 1994, como fruto del acuerdo político alcanzado por los ex presidentes Carlos Menem y Raúl Alfonsín. La designación y remoción de jueces lucían desactualizadas con la regulación originaria dada por la Constitución de 1853, tomadas directamente de la Constitución de Estados Unidos.
La premisa de los constituyentes pretendía un acercamiento entre el sistema político y la institución jurídica. Que tendría el efecto sobre la arquitectura institucional con el espíritu de fortalecer la credibilidad de la sociedad en la justicia como institución liminar de la república. Sin embargo, desde su creación hasta el presente el Consejo de la Magistratura y el Jurado o Jury de Enjuiciamiento han sido objeto de constante polémica y lucha política.
El Consejo de la Magistratura tendría a su cargo la selección mediante concursos públicos de los postulantes a las magistraturas inferiores (esto es de instancias inferiores a la de la Corte). También se le confirieron otras importantes facultades relacionadas con el control del adecuado ejercicio de la magistratura, ejercer facultades disciplinarias y otras no menos importantes de tipo burocrático, como las de administrar los recursos y ejecutar el presupuesto asignado a la Justicia.
Sin embargo, la Convención Constituyente, luego de un arduo debate sobre la integración del Consejo, no logró consensuar el número total, la cantidad y la duración en sus cargos de los representantes de cada uno de los sectores que compondrían el nuevo instituto: representantes de ambas cámaras legislativas y del Poder Ejecutivo, y por el otro, representantes de la judicatura, abogados y académicos.
Para salir del paso se optó por transferirle la responsabilidad al Congreso, para que determinara, a través de una ley, su integración, exigiendo que sea periódica de modo que “se procure el equilibrio” entre los estamentos representados, esto es que todos tengan igual peso a la hora de la toma de las decisiones.
Pero de hecho, ese vacío fue arena de contiendas bajo la presión del gobierno de turno, diluyéndose la pretensión original de “despolitizar” las designaciones y remociones de magistrados.
En 1997 el Congreso sancionó la Ley 24.937, que fue rápidamente modificada por la ley 24.939, que fijaba la estructura orgánica y funciones del Consejo de la Magistratura del Poder Judicial de la Nación. El nuevo órgano comenzó a funcionar en 1998, presidido por el entonces titular de la Corte Suprema de la Nación, Julio Nazareno. Años después vendrían modificaciones que cambiaron la composición del Consejo, como la ley 26.080, sancionada en 2006, que redujo el número de miembros: los jueces pasaron de cuatro a tres, los legisladores de ocho a seis, los representantes de los abogados de cuatro a dos, mientras que se mantuvieron en una plaza el Poder Ejecutivo y el ámbito académico.
Aquella reforma sería impugnada y recién en diciembre de 2021 la Corte Suprema declaró inconstitucional la composición dispuesta por la ley 26.080 de 2006; al tiempo que dio al Congreso un plazo de 120 días (antes del 16 de abril de 2022) para dictar una nueva ley que determinase la composición del Consejo de la Magistratura en consonancia con la Constitución Nacional; en caso contrario y hasta que eso sucediera, se volvería a la estructura primigenia fijada por las leyes 24.937 y 24.939.
La pretendida “despolitización” sólo ha sido parcial en la ley 26.080, como bien lo señalo la CSJN en el fallo del año pasado, ya que la ley declarada inconstitucional, había otorgado un excesivo predominio a los órganos políticos contraviniendo expresas normas constitucionales.
Entre tantos valores que nuestro país necesita recuperar es un avance que retomemos la senda de la independencia de los poderes, en especial del Judicial, en aras de garantizar su funcionamiento y afianzar la seguridad jurídica, como pilares de la República.
Para alcanzar ese objetivo y fortalecer nuestra institucionalidad es preciso que la sentencia de la Corte Suprema sea respetada y que si el poder político tiene discordancias se debatan en el Congreso de la Nación, con seriedad, diálogo honesto y espíritu constructivo, los proyectos de ley necesarios para modificar el régimen declarado inconstitucional.
Es en el seno del Poder Legislativo donde cuestiones tan sustanciales como la ley orgánica de la institución llamada a seleccionar y sancionar magistrados deben ser discutidas. Es que si hay algo que por sobre todas las cosas caracteriza a los Estados modernos es el modo en el que toma decisiones. Justamente por ello, la forma y las circunstancias en las que se adopten esas decisiones determinarán la calidad de la democracia que tengamos y la credibilidad y transparencia en las instituciones.
Esto consolidaría la noción de república y separación de los poderes que tanto se pregona. Pero la cuestión está en que en un sistema con fuerte impronta presidencialista el riesgo está en el “decisionismo personalista”, con poca o ninguna “deliberación” de mayorías y minorías.
En el marco de una democracia deliberativa, los parlamentos cumplen una función crucial de control del gobierno, sobre todo en sistemas representativos como el nuestro en los cuales la participación ciudadana a duras penas se limita a concurrir a los comicios. Por eso creo que además de la representación, en la arquitectura institucional, habría que asegurar la participación. Por lo demás, las decisiones que no tome el Poder Legislativo lamentablemente deberán ser posteriormente adoptadas por el Ejecutivo y/o Judicial, órganos sobre los cuales no debe pesar esa tarea. En definitiva, el Congreso -como paradigma de la democracia deliberativa de Jürguen Habermas- debe asumir un rol protagónico que promueva la discusión de todos los sectores de la sociedad, acogiendo a la ciudadanía para que exprese sus demandas y comparta sus soluciones.